miércoles, 24 de junio de 2015

873.- Pablo Castellano, el socialista rebelde

Pablo Castellano



Pablo Castellano, el socialista rebelde


Jubilado, pero comprometido, el fundador de la Izquierda Socialista recuerda sus años de inconformismo y su ruptura con el PSOE, “un partido irrecuperable, que murió en Suresnes”.

Por CRISTINA S. BARBARROJA 

MADRID.- Espera delante de un café en una mesa de una cafetería del madrileño distrito de Chamberí. Siendo el escenario tan castizo como él, no encajan en la cantina su chubasquero marinero ni la camisa a rayas que luce cual niño bien del barrio. Como desentonan las sentencias de quien se describe como "simplemente un jubilado" pero lleva en las venas la rebeldía y el inconformismo de un chaval del 15-M. 

Quizás por eso Pablo Castellano (Madrid, 1934) tienda a omitir las preguntas sobre su pasado y reconduzca sus respuestas hacia el lugar en el que se mueve como pez en el agua: el análisis indignado de la España del siglo XXI. No en balde, acaba de dejar aparcado en el ordenador de casa Trampa y Cartón, "un ensayo sobre la Transición, que ha sido un ingente fraude, una jugada maestra para el continuismo del franquismo coronado". 

"Nací con la República y eso deja una impronta", sonríe este hijo de farmacéutica y ferroviario del cacereño Valle del Jerte, garbanzo negro de una familia creyente y conservadora, tradicional. Cuenta que ninguno de sus cuatro hermanos optó "por meterse en libros de caballería" como él, que forjó su indocilidad en la facultad de Derecho de la antigua Universidad Central de Madrid, en las Juventudes Libertarias y, sobre todo, en el Colegio de Abogados de Madrid durante la década que termina con la muerte de Franco.


A Castellano le gusta decir que puso "de nuevo en marcha el viejo partido de Pablo Iglesias", cuyos objetivos eran "la lucha por la clase obrera y la revolución social".

"Fueron 10 años apasionantes los que alimentaron la verdadera esperanza de cambio frente a un franquismo represor y sinvergüenza, pero sin un ápice de cretinismo. Años de una intensidad impresionante en todas las organizaciones clandestinas, tanto en el Partido Comunista como en el Partido Socialista, que –y vuelve a hacerse un flashforward- nada tienen que ver con lo de ahora: la inexplicable aberración de una izquierda que se ha entregado, de hoz y coz, no a un plato de lentejas, sino de lentejuelas". 

Castellano se afilió al PSOE en el 64, cuando tuvo que dejar París, donde trabajaba "en el León Negro, una de las mejores fábricas de betún de la capital francesa", para incorporarse a filas. Por los pelos se libró de la "monstruosa" guerra de Ifni y, aunque afirma modesto que sólo fue "un piñón en una rueda dentada", al socialista se le recuerda como uno de los reorganizadores de la siempre conflictiva Agrupación Socialista Madrileña.

"Yo no soy progresista; yo soy socialista y libertario"

Él prefiere decir que contribuyó "a poner de nuevo en marcha el viejo partido de Pablo Iglesias, la lucha por la clase obrera y la revolución social". "Palabras –dibuja un paréntesis con las manos- que ahora suenan muy mal pero que siguen siendo muy gratas para mis oídos. Porque yo no soy progresista; yo soy socialista y libertario", apostilla contundente.

El liderazgo "crematístico" de González
Tuvo mucho que decir también cuando se gestaba el cambio de Suresnes y Castellano equivocó la apuesta al alinearse con el sector de los renovadores, que quería devolver la dirección al interior y que se personalizaba en la figura de Felipe González y el conocido como clan de la tortilla, más tarde —se ríe— "clan de la cartilla, de la cartilla de ahorro". 

El error se convertiría pronto en una sucesión de encontronazos con "el clan". Recuerda con cierta sorna el que se produjo cuando, siendo miembro de la Comisión Constitucional y "cabreado ante el hecho de que se estuviera haciendo una Constitución de espaldas a la ciudadanía", Castellano decidió filtrar los primeros artículos de la Carta Magna a Soledad Gallego y Bonifacio de la Quadra. "Aquello fue una de las mayores traiciones que yo podía cometer, según el partido".

La ruptura, "que no fue radical sino de diferencia de criterio", se consolidaría con el concepto leninista que González y Alfonso Guerra imprimieron al PSOE con la justificación de afrontar la Transición. "Y yo, que siempre he sido enemigo de los liderazgos carismático-crematísticos, no entendí que la realidad justificase desmontar las garantías internas del partido".


Pablo Castellano, en 1981, en un mitin contra la OTAN. Archivo EFE


Con aquellos mimbres, y junto a sus inseparables Luis Gómez Llorente y Alonso Puerta, en 1979 funda Izquierda Socialista, reconocida como corriente en el seno del Comité Federal. "No era cuestión de ir abriendo las vísceras de ningún ave en plan romano para saber que yo tenía ya las horas contadas". Y, sin miedo a la fecha de caducidad, Castellano organiza mítines y manifestaciones ecologistas, antinucleares, feministas y – las más sonadas- contra el ingreso de España en la Alianza Atlántica, que promovía el gobierno de González. 

"No fue tanto porque no entendiera que había que estar en la OTAN si se quería estar en la Unión Europea. Además nunca he sido un antiamericano feroz. Ahora, el engaño a la gente me producía… indignación". Aquello le costó al indomable una reprobación del partido. Su expulsión se decidiría cuatro años después cuando el diario Independiente publica un off the record en el que el entonces también vocal del Poder Judicial, denunciaba la corrupción en el seno del PSOE.



"Una de mis grandes frustraciones fue aquel intento malogrado de crear una izquierda seria y rigurosa", recuerda Castellano de su paso por IU.



La libertad de Izquierda Unida

En el año 89, Castellano volvió a los orígenes, al PSOE Histórico, al Pasoc que presidiría durante toda la década de los 90. Y volvió al Congreso de los Diputados como número dos de la candidatura de IU por Madrid. 

"Tengo que reconocer que, en el mundo parlamentario, trabajé para Izquierda Unida con una libertad absoluta, mil veces mayor que en el Partido Socialista".

"El régimen lo tiene todo no atado y bien atado, sino pactado y bien pactado"

Pero también se torció su idilio con la coalición "cuando los que querían convertir IU en un partido nuevo, como Gerardo Iglesias, chocaron contra la oposición de los vanguardistas del Partido Comunista; un grupo que toda la vida ha manejado la misma consigna: todo lo que no puedas dominar, destrúyelo". "Y esa es una de mis grandes frustraciones —confiesa— aquel intento malogrado de crear una izquierda seria y rigurosa". En 2001, tras pasar también por la Presidencia Federal de Izquierda Unida, abandona definitivamente la política. 

Hoy Pablo Castellano dirige una fundación y desahoga su compromiso, "intacto", a través de la escritura con el ensayo (que no confía que le publiquen) en el que denuncia "la metástasis de la democracia aparencial española, la farsa democrática que no tiene en cuenta el progreso de la ciudadanía, sino la conservación del poder en las manos de siempre". 

Con un PSOE "irrecuperable" y una izquierda "entregada", anima el socialista libertario a "hablar de cosas nuevas", pero con tan poca esperanza como la que tiene en el mundo editorial. Afirma, pesimista, que "nada nace nuevo hasta que lo viejo ha agotado su proceso… y el régimen es un régimen que lo tiene todo no atado y bien atado, sino pactado y bien pactado". "Por eso no quiero parecer cínico… me conformo con ser un simple derrotado y un inconfortable ciudadano", concluye. 




Despedida de la política activa 
de Pablo Castellano


Entre mis papeles he encontrado una vieja foto de mis años en la política y que es historia del socialismo en los primeros años de la Democracia.
Era en la Casa de Asturias en Madrid, cena despedida de Pablo Castellano de la política, están entre otros, Alonso Puerta, Nicolás Redondo, Luis Gómez Llorente, Francisco Bustelo, Ignacio Sotelo, Antonio García Santesmases, Joaquín Navarro Estevan, Inés Sabanés, Manuel De la Rocha, Franco González, Adolfo de Luján, Juan Antonio Barrio de Penagos, Jorge Gaviño, Valentín Gómez y Fernando Sabido Sánchez.

Fernando Sabido Sánchez con Pablo Castellano, miembros de la Ejecutiva Federal del PASOC, en Madrid.





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POETAS SIGLO XXI - ANTOLOGIA DE POESIA MUNDIAL + 16.300 POETAS: Editor: Fernando Sabido Sánchez : FERNANDO SABIDO SÁNCHEZ [3.267]

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872.- Rafael Gómez, el zapatero republicano que liberó París

Rafael Gómez (en la primera fila a la derecha) con los compañeros del half track 'Don Quichotte




Rafael Gómez, el zapatero republicano que liberó París



No asistió al homenaje que, hace unos días, los Reyes rindieron a la compañía de republicanos españoles que liberó París. A sus 94 años, y tras décadas de heroico anonimato, a Rafael Gómez, el único superviviente de La Nueve, hoy sólo le importa cuidar de su mujer.

Por CRISTINA S. BARBARROJA

MADRID.- 25 de agosto de 1944. Charles de Gaulle pronuncia desde el Hôtel de Ville el histórico discurso de la liberación de París: “Liberada por ella misma, por su pueblo, con la participación de los ejércitos de Francia, con el apoyo y la participación de toda Francia. De la Francia que lucha, de la única Francia, de la verdadera Francia, de la Francia eterna”. 

No mintió el general que, desde el exilio londinense, había combatido al gobierno colaboracionista de Vichy. Pero tampoco dijo toda la verdad. Su olvido imperdonable, oculto durante décadas por la historia oficial, fue la bravura de un puñado de españoles, miembros de la 9ª Compañía de la División Leclerc, más conocida como La Nueve. 146 aguerridos e idealistas republicanos, verdaderos libertadores de París.

Ya sólo queda uno para contarlo. Un modesto jubilado de 94 años que estos días no se separa de la cama de un hospital de Estrasburgo en la que Florence, su mujer, libra la batalla más dura. Ni para atender a los medios. Ni siquiera para recibir el homenaje que la pasada semana los reyes rindieron en París a La Nueve.

Se llama Rafael Gómez (Adra, 1921). Igual que se llamaba su padre, un almeriense, carabinero de profesión, que salvó la vida de un joven Francisco Franco en la Guerra del Rif, formó parte de la guardia personal de Alfonso XIII y, después, fue militar fiel a la República. “El abuelo le decía a mi padre: ‘Yo soy militar, yo estoy al servicio de mi país”, cuenta Jean Paul, el hijo de Rafael. 


Rafael Gómez



El estallido de la Guerra Civil pilló a la familia en Badalona. Rafael era un adolescente cuando aprendió la muerte, el hambre, la separación de los suyos, el maltrato en los campos de concentración en los que se hacinaban los españoles huidos y, finalmente, el exilio. En Orán, capital de la Argelia francesa, Rafael se hizo aprendiz de zapatero para colaborar en la economía familiar. Pero, perseguido por la contienda, con sólo 18 años optó por hacerle frente cuando en 1940 se extendió por el norte de África la II Guerra Mundial.

“Ellos hacían la guerra contra el nazismo, pero no con Francia. Había muchos españoles que habían huido a Argelia, como mi padre que entonces era muy joven. Republicanos, anarquistas, comunistas que, tras la guerra de España, habían tomado conciencia de lo brutal del fascismo. No fueron obligados. Los españoles luchaban de forma voluntaria, luchaban por la libertad”. De ahí la bravura –explica Jean Paul- de La Nueve, a la que llegaría Rafael tras la guerra de Túnez, cuando el general Philippe Leclerc formaba en Marruecos la Segunda División Blindada. 


Rafael Gómez en 2004, tras el primer reconocimiento a La Nueve del Ayuntamiento de París



“La 9º compañía era un cuerpo de combate formado por 146 españoles. De hecho, todos lo eran salvo el responsable, el capitán Dromme. Un poco indisciplinados, recibían las órdenes en español, comían como en España e, incluso, pusieron apellidos españoles al material”. Y así, a pesar de la orden en contra, La Nueve bautizó como Guadalajara, Guernica, Teruel o Don Quijote a los half-track, los vehículos semioruga, con los que el 6 de junio de 1944 desembarcó en las costas de Normandía. 


Del Día D a la liberación de París 

Con su insignia republicana en la solapa, Rafael y el resto de combatientes de La Nueve se convirtieron enseguida en punta de lanza de las operaciones de la división americana del general Patton en la que se integró Leclerc. “Por el hecho de ser extranjeros, porque se habían curtido en el cuerpo a cuerpo de la Guerra Civil española y, sobre todo, porque se alistaron con la idea de que, cuando acabaran con el nazismo en Europa, volverían a España a acabar con Franco”, cada vez que había un problema, un golpe duro que dar, allí se colocaba por delante a La Nueve. 

Y entre esos golpes, en el camino hacia París, destaca el de Écouché, la localidad francesa en la que los españoles fueron avanzadilla en la primera batalla directa contra el sofisticado armamento de la Wehrmacht. “Fue mi duro, en Ecouché se registraron las primeras bajas de La Nueve. Pero, gracias al hecho de que no era una tropa convencional, los españoles solucionaron un problema que las tropas convencionales no habrían podido arreglar”. 



La  9ª Compañía de la División Leclerc, más conocida como La Nueve


Algo similar ocurrió al llegar a las afueras de París. 60.000 alemanes esperaban equipados con un material más moderno que el aliado. “Aquello era una máquina infernal”, recuerda Jean Paul el relato de su padre. Tanto que el general Patton decidió parar el avance. No se podía atacar de frente al ejército de ocupación… pero allí estaban los aguerridos españoles. “Eran más que combatientes para Leclerc. Había un espíritu de total confianza entre el capitán Dronne y sus hombres. Y de los hombres de Dronne hacia su capitán y hacia el general Leclerc. De manera que el general contravino la orden norteamericana y decidió que La Nueve entrara ella solita en París”.

La tarde del 24 de agosto de 1944, gracias a la ayuda de un joven armenio que les indicó el camino por el que hoy transita la llamada Carretera de La Nueve, Rafael, al volante del half-track Guernica, y el resto de sus camaradas españoles consiguieron llegar al centro de París sin toparse con un alemán y sin derramar una gota de sangre.


Rafael Gómez y Florence en 1949



Su primer cometido en la ciudad era el de cortar las comunicaciones alemanas en la Central Telefónica. Misión cumplida, La Nueve se dirigió al Ayuntamiento -el Guernica fue el primer semioruga que pisó el pavimento del Hôtel de Ville- y colocó no una sino dos banderas: la francesa y la que no recuerda la historia: la bandera de la República. La resistencia, que días antes se había sublevado contra el invasor, difundió la orden de que sonaran las campanas de todas las iglesias de París. Fue el aviso para Leclerc y Patton… y para los parisinos que se echaron a las calles a cantar La Marsellesa. El 25 de agosto, De Gaulle pronunciaría el histórico discurso de la imperdonable omisión del protagonismo español el principio del fin de la II Guerra Mundial.

La decepción 

A pesar de su idea romántica de regresar de inmediato a España para combatir el fascismo patrio, La Nueve tuvo que seguir guerreando del lado de los aliados hasta Alemania. “En cada cementerio, en el camino que va desde París hasta Baviera, hay una lápida con el nombre de un español. Cuando acabó la guerra, de los 146 hombres de La Nueve sólo quedaban 16”, se lamenta Jean Paul. 

En el Nido del Aguíla, el bunker bávaro de Hitler, Leclerc hizo al puñado de republicanos que aguantaron vivos el único regalo que les depararía su brava participación en la guerra: el de ser los primeros en entrar en el retiro alpino de Der Führer, del que Rafael se llevó –y aún conserva- un juego de té y una cámara fotográfica. Y ahí quedó todo. 

Como es sabido, la crueldad de la historia no les permitió cumplir su sueño de volver a casa para acabar, junto a aquellos a quienes habían ayudado, con el fascista que les obligó a marchar de España. Primero en Argelia y después en la modesta vivienda de Estrasburgo donde aún reside, Rafael permaneció toda su vida en el anonimato al que le relegó la ficción, fabricando zapatos y la obra de la que se siente más orgulloso: su familia. 

Fue en 2004 cuando llegaron los primeros reconocimientos tras la publicación del libro La Nueve de la periodista de origen español Evelyn Mesquida. El homenaje de París, la Legión de Honor… A Rafael hoy sólo le importa cuidar de su esposa. Mira a España tranquilo “porque es un país en paz”. “Después de todo –le dice a su hijo Jean Paul- hemos tenido una vida buena”. 







871.- Anita Sirgo, la guerrillera del tacón

Anita Sirgo en 1962, rasurada, tras las torturas del capitán Caro.



Anita Sirgo, la guerrillera del tacón

Formó parte del batallón de mujeres que evitó el final de las huelgas mineras de 1962. Sufrió las torturas de la Guardia Civil de las que se mofó Fraga. A sus 85 años, indignada con la desmemoria, es una de las firmantes de la causa contra los crímenes del franquismo que investiga la jueza argentina María Servini.

Por  CRISTINA S. BARBARROJA

MADRID.- “Los tacones son para mí lo que para una niña una muñeca” dice con una sonrisa de labios carmín Anita Sirgo (Lada, 1930). Se los calzó cuando tenía 17 años. Con ellos, en la Gran Huelga minera del 62, impidió que el hambre pusiera fin a los paros que prendieron la mecha de los cambios políticos en la España franquista.

Con sus tacones, golpeando la pared de una celda de Sama, descubrió las torturas a su marido. Las mismas patadas, puñetazos y vejaciones del capitán de la Guardia Civil Antonio Caro Leiva, que no consiguieron arrancarle a Anita el nombre de un solo camarada. Ni las alzas. Con ellas, a sus 85 años, sigue pateando las calles en las que se junten más de tres para gritar… “porque hay que seguir en la lucha”.

Quizás fuera por los tacones de otras botas. Las que le arrebataron a su padre y a su madre cuando no había cumplido los 7 años. “No tuve una niñez fácil. Mi padre era un guerrillero que se tiró al monte cuando terminó la República. ¡Y no sé todavía en qué cuneta está!”. Con un padre escondido, al que sólo volvería a ver una vez en su vida gracias a un enlace del Maquis, Anita y su hermano quedaron huérfanos cuando a la madre se la llevaron presa penal de Figueras y ellos estuvieron a punto de ser embarcados rumbo a la Unión Soviética.
No recuerda los cuándos y le cuesta entender los porqués, pero tiene nítidos en la memoria, los dóndes y los cómos. Describe con detalle la nave de Barcelona en la que estuvo hacinada con otros niños de la guerra y el sonido de las bombas de la Legión italiana –“parece como si aún escuchara como rompían los cristales”- sobre la Ciudad Condal. Narra con nostalgia el cariño de unos tíos que recuperaron a los pequeños para criarlos en Llanes, “con la leche de dos vaques”. Aún siente el tacto del estropajo con el que limpiaba arrodillada los suelos de la escuela en la que no pudo estudiar. 


El único recuerdo que Anita guarda del día de su boda con Alfonso Braña.


Y no olvida Sirgo, el día de su boda, en la casa en la que se crió. “A mi tío lo habían matado por ser enlace de los guerrilleros. Lo llevaron con los moros, lo apelaron y lo acribillaron a tiros. Mi tío tenía una xatina, una ternera, que guardaba para la mi boda. Y por cumplir su promesa, decidimos hacerla en la casa”.

Pero las fuerzas del orden franquista ni siquiera respetaron ese día a una familia perseguida por los pecados de Avelino Sirgo, el padre fugao. 

“Cuando estábamos en la capilla sentimos bullicio y Don Román casonos en cinco minutos, pero ni nos comulgó ni ná. Eran los agentes que estaban guardaos en el monte y en las cuadras. Mientras se celebraba la boda salieron con sus metralletas. Pusieron patas arriba toda la casa: pisaron las tartas que estaban en la escalera; levantaron las tablas de un cuarto de madera porque creían que estaba mi padre por allí. ¡Mira que si son tontos que iban pa listos… ¿cómo iba a estar mi padre allí?!” Solo guarda Ana una foto de aquella boda de la que, “a pesar del miedo, no marchó nadie“ y “de la que hoy podría hacerse una película”, se ríe la asturiana con el recuerdo. 



Las mujeres de la ‘huelga del silencio’ 

Esposa ya de Alfonso Braña Castaño, la pareja se afilió al Partido Comunista en el que comenzó su lucha clandestina. Él, desde el pozo Fondón en el que “trabajaba sin cotizar, con una única ropa que sólo ponía seca los lunes, sin agua caliente ni calefacción, y con lo que tragaban en la mina que los tenía a todos silicosos perdidos”. Ella, en las calles, en las parroquias, en las casas, organizando las Comisiones de Mujeres que tan importante papel jugarían en el inicio del cambio político que supuso la llamada ‘Huelga del silencio’ de 1962. 

Esa fecha sí la tiene clara. “Los mineros iban a hacer el mes de huelga y ya había rumores de que los esquiroles iban a romperla. ¡Y no era de extrañar porque se estaba pasando hambre! Pero nosotras, que ya estábamos muy organizadas, decidimos que no podíamos consentir que los mineros volvieran a entrar en los pozos como salieron. Teníamos que hacer algo porque la lucha de ellos era la lucha nuestra”. 


Anita Sirgo

Las mujeres de varias comarcas, con Anita a la cabeza, decidieron en asamblea una fecha para “tornar” a los esquiroles. Fueron puerta por puerta para convencer a las mujeres de los mineros que se repartieron por el Molinucu, la Joecara, el pozo Maria Luisa y Fondón, armadas con tochos y mazorcas. Los tochos -“para que dieran la vuelta por cojones”- no tuvieron que usarlos. El maíz lo arrojaron a los pies de los hombres que trataban de volver al tajo mientras los llamaban “gallinas”. 

El primer relevo que entraba a las 6 de la mañana dio la vuelta y convenció a los que venían detrás. La huelga se prolongó un mes más. Provocó concentraciones de apoyo en Madrid y Barcelona. De ella se hicieron eco diarios como Le Monde o The New York Times. Supuso el inicio de la unión de voluntades democráticas contra el régimen de Franco. Anita resume modesta: “Se consiguió lo mínimo, pero lo principal. Que los mineros tuvieran otras condiciones; que tuvieran cristales en la lavandería; que tuvieran agua caliente y calefacción”. 

Las torturas del capitán Caro 

Pero la osadía de los tacones de Asturias tuvo su precio. Después de protagonizar encierros en la catedral y el obispado de Asturias, “porque entonces no era como ahora, que se protesta de año en año”, dice enfadada Sirgo, a Anita y esposo les llegó una comunicación para que se personaran en el cuartelillo de la Guardia Civil de Sama. Él fue primero. Ella, un poco más tarde, como su amiga y camarada Constantina Pérez. 

“Íbamos muy tranquilas porque no podían cogernos por nada. En el calabozo, yo empecé a picar la pared con el zapato porque me dio que allí estaba mi hombre. Él contestó. Y estábamos tranquilas. Pero, a las dos de la mañana empezamos a escuchar cerrojos, gritos, golpes”. 


Sirgo y su marido Alfonso Braña en 1962, tras las torturas del capitán Caro.



Primero se llevaron a Tina que volvió a la celda ensangrentada. Después fue turno de Anita a quien el capitán Antonio Caro mostró las fotografías de históricos del PC como El Paisano, Horacio Fernández Inguanzo, para que los delatara. Ella aguantó brava los puñetazos en la cara que casi le dejaron sin un tímpano, las patadas en el estómago, los riñones y la espalda. “Le dije que estaba embarazada y Caro me contestó: ‘un comunista menos”. Un cabo, el cabo Pérez, le agarraba mechones de melena y tiraba hasta dejarle la carne roja. “Me tiraba hacia arriba y, cuando yo no respondía lo que quería, me los cortaba con una navaja”. 

A la mañana siguiente, el marido de Anita y otros hombres salieron del cuartel con asistencia médica. Alfonso Braña con una cruz de sangre en la cabeza. A las mujeres les pidieron que se cubrieran con un pañuelo para abandonarlo y, como se negaron, las enviaron a las prisiones de Oviedo y Madrid. Hasta que les creció el pelo. Tina murió poco después. 102 intelectuales presentaron un escrito de protesta, La carta de los 102, al ministro de Información, Manuel Fraga, que negó las torturas. Otro de los cómos nítidos en la memoria de Anita es la reacción de la prensa del régimen que tituló burlona: “Pelona sin peló, quién te lo rapó”. 

Hoy Sirgo, la guerrillera del tacón, sigue buscando la cuneta en la que yace su padre y es una de las firmantes de la querella contra los crímenes del franquismo que investiga la jueza argentina María Servini. Dice que nada le gustaría más que volver a mirar a los ojos del Capitán Caro y se indigna con el hecho de que, “después de tantos palos, de tanto sacrificio, los gobiernos de la izquierda abandonaran la memoria histórica”. No pierde ocasión de calzarse sus tacones para manifestarse al lado del Tren de la Libertad o de las Marchas de la Dignidad. Quiere que, cuando muera, la entierren con ellos ¡y con sus carnets de militante del Partido Comunista! Su deseo para los que vienen detrás: “Que sigan unidos en la lucha, porque sin la lucha, hoy más que nunca, no somos nadie”. 







Fui torturada cuando Fraga era ministro

J.M.huerga - Langreo


Sirgo, legendaria comunista asturiana, es la prueba fehaciente de las torturas que el fallecido Manuel Fraga negó que se hubiesen producido durante las huelgas mineras de 1962 en Asturias. Sin embargo, el testimonio de esta mujer, aún enérgica, lúcida y apasionada en defensa de sus ideas, refuta la negación de los hechos del político gallego. “Fraga, que estaba en la gobernación, era el que mandaba todas las tropas para Asturias”, acusa.

A sus 82 años, Anita Sirgo, hija del fugao Avelino Sirgo Fernández y ejemplo vivo de la lucha comunista durante el franquismo, recuerda 50 años después “las palizas que recibí, el corte del pelo a navaja y la cárcel” que sufrió.

Una tortura que ella cuenta “porque soy valiente”, pero que confiesa que sufrieron de forma anónima “muchas personas, entre ellos mi marido, Alfonso Braña”. Una represión de la que hoy sigue culpando a Fraga. “No podíamos ir a una manifestación pacífica para protestar por lo que era nuestro, enseguida estábamos copaos por la Guardia Civil con metralletas”. Así que, con estos antecedentes, admite que acogió sin ningún duelo la muerte de Fraga. “No me alegré de su muerte, porque no deseo la muerte a nadie, pero no pasé ninguna pena por él porque a nosotros (los comunistas) no nos mató en vida no sé por qué”.

Eso sí, los elogios póstumos a exministro franquista le indignan. “Que ahora quieran ser muy demócratas. Cuando oigo en la tele lo bueno que fue, digo, madre mía del alma, que digan que fue buena esa persona, tanto como hizo, tantos palos como llevamos simplemente por defender nuestros derechos, los de los mineros, y nuestra libertad”.

‘La carta de los 102’ Anita se revuelve en la silla, indignada, cuando se le recuerda que Fraga calificó de “falsos e inexactos” los hechos denunciados por la llamada carta de los 102 , firmada por el mismo número de intelectuales dirigida al entonces ministro denunciando torturas durante las huelgas mineras de Asturias. “Yo sólo cuento la verdad de lo que ocurrió”, zanja esta mujer nacida en el Campurru de Lada, que ahora vive en la barrida de San José de Lada.

Luchadora como es, recuerda que “la democracia se ganó en la calle” y llama a “despertar a los jóvenes porque la juventud tiene que saber qué es lo que ocurrió” en Asturias durante la represión de las huelgas mineras de 1962.

Aún conserva el mismo ardor reivindicativo y, entre sus llamadas a defender las ideas en la calle, recuerda que hoy irá a Oviedo a la concentración de los pensionistas convocada por CCOO. La lucha, siempre la lucha, “hasta la muerte”, dice. Y también la memoria, porque aún recuerda como la prensa “se guaseaba de que me hubiesen rapado y escribían: pelona sin pelo, quién te lo rapó”.

Anita Sirgo, junto con otras mujeres, la mayoría comunistas, jugó un papel de militancia activa contra el franquismo. En los años 50 ya participaba en manifestaciones. Estaba fichada. De modo que todos los años, una semana antes del Primero de Mayo, “me detenían porque creían que yo era la que movía el potaje”.

Cuando llegaron las huelgas mineras del 62, Anita encabezó la actuación de un grupo de mujeres que trataban de frenar la incorporación de mineros al tajo cuando, ya sin ingresos, se disponían a volver al trabajo después de un mes en huelga. Es lo que se llamaba “ir a tornar los esquiroles”, a quienes llegaron a arrojar maíz en los caminos de acceso hacia las minas, “con lo que les llamábamos gallinas”.

Aquellos días de estallido social en las Cuencas aún están frescos en la memoria de una mujer fuerte pese a la edad y los años de penurias. Sólo su sordera, provocada por las palizas, “que me rompieron el tímpano”, delatan en su cuerpo las huellas de la represión. Recuerda cuando en el 62 los mineros, tras un mes en huelga, “estaban desesperados y algunos querían volver a trabajar sin haber conseguido nada”. En los comercios cada vez fiaban menos y había mucha necesidad. Por eso un grupo de mujeres del PCE “nos plantamos para hacer algo más, teníamos que participar y no quedarnos en casa”.

Concentración en Fondón Anita Sirgo cita fielmente el nombre de pila de algunas de las mujeres que en 1962 se concentraron en el pozo Fondón para impendir el acceso de mineros al tajo. “Lo conseguimos, dieron la vuelta”, pero entonces llegó la Guardia Civil, “que dispararon tiros al alto al ver el barullo. Nos llevaron a la escombrera y quisieron detener a dos, pero nos cogimos todas las mujeres y dijimos que o se llevaban a todas o a ninguna”.

Esa actividad le pasó factura a Anita Sirgo. Fue al poco de llegar de Marruecos el capitán Caro de la Guardia Civil, recuerda, “cuando nos llamaron a los que estábamos en el ajo”. Así fue como llegó al cuartelillo de la Guardia Civil de Sama y fue encerrada en sus calabozos junto a Tina Pérez, de la Joecara, con quien compartió encierro “y palos”.

Los calabazos de Sama Como ya ha contado cientos de veces, allí fue maltratada, al igual que su marido, que estaba en la celda de al lado, aunque ella no lo sabía. Para comprobarlo, Anita relata que “cogí el zapato y toco la pared para ver si estaba en la celda y él me contesta”. Se acuerda de que en la madrugada, “oímos movimiento y golpes. Vuelvo a picar en la pared y mi marido ya no da contestación. Entonces Tina y yo nos subimos en un ventanuco, lo abrimos y empezamos a dar gritos, llamándoles criminales y asesinos para que el pueblo lo oyese”.

Tras esa algarabía, “el capitán Caro, el cabo Pérez y otros dos entraron como cuatro lobos a por mí y a por Tina”. Eran las tres de la madrugada cuando “empezaron a darnos patadas y hostiazos”. Tras la lluvia de golpes, Anita dijo que estaba embarazada “para evitar los palos, pero siguieron y me decían: un comunista menos. Así que tuvimos que callar porque si no nos mataban allí”.

A continuación interrogaron a las dos mujeres comunistas. “Primero llevaron a Tina y después vinieron a buscarme a mí. No la vi, la guardaron porque venía echa un cristo”. Cuando entró en el despacho del capitán Caro, Anita vio la foto del líder comunista Horacio Fernández Inguanzo. Le preguntaron si lo conocía y ella lo negó. A cada negativa, “hostia que te viene y hostia que te va”. También negó conocer a otros camaradas. “Cuanto más decía que no, más palos”.

El interrogatorio no cesaba. Después la amenazaron “con cortarme el pelo y la lengua al rape”. Le cortaron el pelo con una navaja mientras seguían preguntando “y me iban arrancando mechones, lo que me obligaba a levantarme del asiento por lo que me dolía”. En un momento del interrogatorio, para ver si el capitán se compadecía de ella, le preguntó: “¿Qué es que no tienes madre? y me tiró una piña de bronce que tenía de pisapapeles”. De vuelta al calabozo se reencontró con Tina, “que no podía ni hablar”.

A ella y a su compañera les ofrecieron “salir con una pañoleta sobre la cabeza para que no se viera el pelao , pero nos negamos a que el pueblo no supiese lo que nos habían hecho”. Ante esta negativa, Anita fue trasladada al Gobierno Militar de Oviedo y de allí a la cárcel. Así cuenta la tortura que Fraga negó.



870.- Marcos Ana, el trovador de los represaliados



Marcos Ana, el trovador de los represaliados


El encierro durante casi un cuarto de su existencia lo convirtió en el poeta de los represaliados. Con 95 años, Marcos Ana todavía sigue ofreciendo conferencias contra la desmemoria. Recordando sus 23 años en las cárceles del franquismo.

Por CRISTINA BARBARROJA

Mi vida/ os la puedo contar en dos palabras:/ Un patio/ y un trocito de cielo donde a veces pasan/ una nube perdida y algún pájaro/ huyendo de sus alas.

Entre un patio y un trocito de cielo. Así discurría la vida de Marcos Ana cuando, preso en el penal de Burgos, recibió escondido en un tubo de pasta dentífrica un breve mensaje de Rafael Alberti y María Teresa Ríos: “Dinos algo de tu vida”. Con esos versos dolientes, que tituló ‘Mi corazón es patio’, les explicó el difícil pasar de casi 23 años entre rejas. Una cuarta parte de la existencia de este nonagenario que tiene el lacerante record de ser quien más tiempo seguido estuvo encerrado en cárceles franquistas.


Fernando Macarro Castillo nació en capicúa, el 20 de enero del 20, en el seno de una familia salmantina que, siendo muy pequeño, tuvo que mudarse para salir adelante con el trabajo de una tierra que no era la suya y en la vivienda prestada, una humilde casa de piedra y barro, de un terrateniente de Alcalá de Henares.

A los 13 años le echaron del colegio de curas en el que estudiaba. “Me llamaban el enreda” recuerda Marcos con un gesto que aún hoy explica el apodo. Con 15, pasaba el día repartiendo el periódico Renovación Roja de las Juventudes Socialistas Unificadas y en las JSU le pilló el 17 de julio de 1936. 

Marcos Ana. INMA MESA


Pasa de puntillas por ese episodio de su vida: “Era un chico de 16 años cuando estalló la Guerra Civil así que fui la mascota del batallón de milicianos Libertad que se organizó en Alcalá. Mi bautizo de fuego fue en Peguerinos, en la sierra. Pero con la regularización del Ejército, me echaron por ser menor de edad y me encargué del trabajo político. Enseguida me convertí en el secretario general de la JSU en los 42 pueblos de la comarca de Alcalá. Con los 18 me reincorporé al ejercito convertido en el comisario político más joven”. 

Terminada la contienda, Fernando huyó a Alicante donde se rumoreaba que barcos británicos y franceses recogerían a los perdedores. Pero los barcos no llegaron y a Fernando y a su hermano lo encerraron en el campo de concentración de Albatera del que consiguió escapar, entre los miles que allí se hacinaban, “peinado con la raya en medio, como si fuera un niño tonto” –se ríe Ana. 

“De vuelta en Madrid, fui tan imprudente, tan rebelde, ¡o tan tonto!, que me puse a organizar, desde la casa de mi hermana, un grupo de resistencia. Con la mala suerte de que uno de los que llamé lo habían roto las torturas y se había convertido en confidente de la policía”. 


Marcos Ana, cuando todavía era Fernando, en el patio de la enfermería de la Carcel de Burgos, 1951


El chivatazo dio lugar a la detención más larga de la historia del franquismo. Fernando ingresó con 19 años en la prisión madrileña de Porlier, el colegio Calasancio, y no volvería a ver la luz hasta cumplidos los 41. Fue condenado a muerte por el régimen que le atribuyo los asesinatos tres personas en Alcalá de Henares. De Porlier fue trasladado a Ocaña, “mucho peor, porque allí eras invisible; estabas solo en una celda en la que tocabas las paredes con los brazos en cruz y el único contacto era con el funcionario que traía un caldo dos veces al día”. Y, debido a su “peligrosa” actividad contra el franquismo, terminaría sus días de recluso en el penal para presos políticos de Burgos, “una auténtica escuela de cuadros”, ironiza. 

“Convertimos las cárceles en universidades. Éramos un estado dentro del Estado y no perdíamos el tiempo”. En prisión, Fernando coincidió con Buero Vallejo o con Miguel Hernández a quien, tras su muerte, homenajearía dirigiendo a sus compañeros reclusos en la obra teatral Sino Sangriento. Y en esa fábrica intelectual en la que los represaliados convirtieron las cárceles, se topó el poeta con la brutalidad de la Dirección General de Seguridad y conoció “la mística de la revolución”. 

“Estuve dos veces en la DGS, ese edificio de la Puerta del Sol al que no he querido volver. La primera cuando me detuvieron. La segunda, mucho más dura, cuando apareció en prisión un periódico: Juventud. Estaba primorosamente escrito a mano. Se lo cogieron a un chico débil y yo me presenté voluntario como único responsable: una chulería para la Policía que quiso saber quién más lo había escrito. En la DGS me hicieron añicos”.

Pero como los religiosos se agarran a la cruz, Fernando pensaba en la imagen de Lenin que alguien le arrojó a través de las rejas del calabozo. “Pensaba en la Pasionaria, en la solidaridad, en la entrega y en los compañeros que en prisión imaginaban que yo no resistiría. Esa es la mística revolucionaria, la que me ayudó a aguantar tantos palos”. 


Marcos Ana, poeta 

En la década de los 50, encerrado en una celda de aislamiento del penal de Burgos, el recluso conoció la poesía de Rafael Alberti a través de las hojas arrancadas de un libro. Su lectura, las enseñanzas del poeta ciego José Luis Gallego y un lapicero hicieron el resto. 

“Tenía que sacar todo lo que llevaba dentro y comencé a escribir. Me puse el nombre de Marcos Ana en homenaje a mis padres. A su trágica historia que comenzó aquel día de guerra en que él no quería salir de casa. Mi madre le obligó: ‘No tenemos carbón, te lo vengo diciendo toda la semana’. Y mi padre cogió el capacho malhumorado, se fue, y no regresó jamás. Lo mató un bombardeo. Y eso torturó los últimos días de mi madre que no lo superó, como no superó mi encarcelamiento, y murió”. 


Retrato que Pablo Picaso regaló a Marcos Ana


Sacaba sus poemas como después le llegaría el mensaje de Alberti: en tubos de pasta dentífrica: “Los abríamos por detrás y encajábamos los trozos de papel, envueltos en plástico, como si fueran un supositorio. Mi familia los difundió entre compañeros. Empezaron a sonar en Radio España Independiente, la Radio Pirenaica que emitía desde Rumanía. Hubo una campaña internacional muy fuerte”. Y, a finales de 1961, su trova hizo que el gobierno decretase la libertad para todos aquellos que llevasen más de 20 años encarcelados. Marcos Ana fue el único indultado. 

“Cuando salí en libertad, en lugar de refugiarme en el cariño de la familia, enseguida me puse a recorrer el mundo, a llamar a las puertas del mundo para denunciar lo que pasaba en España. Y eso fue para mí un alivio. Y una obligación con los compañeros que, cuando quedé en libertad, me dijeron entre abrazos: ‘No nos olvides’. Viví para ellos durante muchos años”. 

El Partido Comunista le facilitó enseguida un pasaporte falso con el que salió camino de París. En la capital francesa fundó el Centro de Información y Solidaridad con España que presidió Pablo Picasso –recuerdo de aquello es el dibujo de un Marcos Ana entre rejas, junto a una paloma de la paz, que todavía cuelga en una de las paredes de su salón. Pasó el año 62 recorriendo Europa, conoció a Yves Montand, Piccoli, Jean Paul Sartre, dio conferencias en el Parlamento británico. El 63 lo dedicó a extender su mensaje solidario por Latinoamérica. 


Marcos Ana, a la derecha, en Cuba junto a Raul Castro

Otras imágenes que adornan su modesta vivienda del noble barrio de Salamanca dan fe del eco de su prosa contra la dictadura. Una retrata a Marcos Ana junto a un jovencísimo Raúl Castro. La otra es una fotografía en blanco y negro de Ernesto Che Guevara. “Un tipo muy serio que montó en cólera por el dispendio –de unas tortillas y unos manteles de papel- que los camaradas cubanos montaron para recibirme en Santiago”. Cuando murió en Bolivia, en el macuto del Che se encontraron los poemas de Marcos Ana. 

No volvió a España hasta que el dictador no estuvo muerto y enterrado. Encabezó la lista del PCE por Burgos en las elecciones del 77 aunque no resultó elegido y ahí quedó su actividad como cuadro del partido. Porque se define comunista y republicano. Nada más. 

Vivió la Transición como todos: “como una adormidera, para olvidar el pasado y dar entrada a la impunidad de los crímenes del franquismo”. Y hoy, recién llegado de la Universidad de Upsala de impartir su enésima conferencia contra la desmemoria, afirma: “No puede quedar bajo siete candados lo que aquello representó”.

Dice optimista que “lo conquistado, conquistado está” y tiene los mejores augurios para el futuro inmediato, tan inmediato como los meses que quedan para la próxima convocatoria electoral: “La conciencia de la gente ha crecido; hay un buen ambiente para el cambio”. 

Marcos Ana en 1939 en la prisión de Porlier


MARCOS ANA

Poeta español, Marcos Ana, de nombre real Fernando Macarro Casillo, nació en una humilde familia campesina,en la pedanía de San Vicente, perteneciente al municipio salmantino de Alconada, el 20 de enero de 1920, afiliándose muy joven a las Juventudes Socialistas, y después al Partido Comunista.


A los quince años, se alistó en el ejército republicano y con diecisiete, pasó a formar parte de la octava división. El mismo día de la finalización de la guerra civil, fue detenido en Alicante, cuando trataba de huir de España, e internado en el campo de concentración de Albatera. Logró huir, pero inmediatamente fue detenido en Madrid. Condenado en dos ocasiones a la pena de muerte, estuvo en varios campos y prisiones, comenzando a escribir poemas en el penal de Burgos cuando tenía treinta y tres años. Liberado en 1961, debido a las presiones internacionales, tras veintitrés años de prisión, marchó a París, donde el PCE le encomendó un servicio de apoyo a presos políticos. Viajó por Europa y Sudamérica, regresando a España en 1976 tras la amnistía, ejerciendo desde entonces varios cargos en el PCE.

De entre su obra cabría destacar títulos como Poemas desde la cárcel (1960) o Las soledades del muro (1977).



DECIDME COMO ES UN ÁRBOL

Decidme como es un árbol,
contadme el canto de un río
cuando se cubre de pájaros,
habladme del mar,
habladme del olor ancho del campo
de las estrellas, del aire
recítame un horizonte sin cerradura
y sin llave como la choza de un pobre
decidme como es el beso de una mujer
dadme el nombre del amor
no lo recuerdo
Aún las noches se perfuman de enamorados
que tiemblan de pasión bajo la luna
o solo queda esta fosa?
la luz de una cerradura
y la canción de mi rosa
22 años, ya olvidé
la dimensión de las cosas
su olor, su aroma
escribo a tientas el mar,
el campo, el bosque, digo bosque
y he perdido la geometría del árbol.
Hablo por hablar asuntos
que los años me olvidaron,
no puedo seguir
escucho los pasos del funcionario.



MI VIDA

“Mi vida,
os la puedo contar en dos palabras:
Un patio.
Y un trocito de cielo
por donde a veces pasan
una nube perdida
y algún pájaro huyendo de sus alas”.



IMAGINARIA

Al pintor Miguel Vázquez
Al que sorprendí una noche llorando en la cárcel de Burgos.


Oídme amigos. He visto
con los ojos soñolientos
algo que quiero contaros.
Es la madrugada. Un preso
enfrente de mí despierta.
Se incorpora sobre un codo.
Lía un cigarro. Se sienta.
Mientras fuma tiene ausente
la mirada, como dormida la frente
(Sueña el viento en la ventana)

Tira el cigarro. Se inclina.
Saca un pedazo de pan,
se lo come lentamente
y después… rompe a llorar.
(Quizás no tenga importancia…
Yo os lo cuento)

Ya sabéis que a mi las losas
me han gastado hasta los huesos
del corazón,
pero ver llorar a un hombre
es algo, siempre, tremendo.

Y este preso no es un árbol
que se ha roto. Sigue ileso.

Pero de pronto ha venido
todo lo “suyo” a su encuentro
en esta noche tranquila…

Con su dolor en mi pecho
le miro. No puede verme.
Sus ojos están muy lejos.

Sus ojos cerca, llorando
tan suave, tan hondamente
que apenas si mueve el aire
y el silencio.
Un “alerta” le estremece.
(Por el patio
se oye cruzar el relevo)



PEQUEÑA CARTA AL MUNDO

Los dientes de una ballesta
me tienen clavado el vuelo.

Tengo el alma desgarrada
de tirar, pero no puedo
arrancarme estos cerrojos
que me atraviesan el pecho.

Siete mil doscientas veces
la luna cruzó mi cielo
y otras tantas, la dorada
libertad cruzó mi sueño.
El Sol me hace crecer flores,
¿para qué, si estéril veo
que entre los muros mi sangre
se me deshoja en silencio?

No sabéis lo que es un hombre,
sangrando y roto, en un cepo.
Si lo supieseis vendrías
en las olas y en el viento,
desde todos los confines,
con el corazón deshecho,
enarbolando los puños
para salvar lo que es vuestro.
Si llegáis ya tarde un día
y encontráis frío mi cuerpo;
de nieve, a mis camaradas
entre sus cadenas muertos…
recoged nuestras banderas,
nuestro dolor, nuestro sueño,
los nombres que en las paredes
con dulce amor grabaremos.
Y si no nos cerráis los ojos
¡dejadnos los muros dentro!
que se pudran con el polvo
de nuestra carne y no puedan
ser nuevas tumbas de presos.
No sabéis lo que es un hombre
sangrando y roto, en un cepo.
Si lo supierais vendríais,
en las olas y en el viento,
desde todos los confines,
para salvar lo que es vuestro.
Si llegáis ya tarde un día
y encontráis frío mi cuerpo
buscad en las soledades
del muro mi testamento:
al mundo le dejo todo,
lo que tengo y lo que siento,
lo que he sido entre los míos,
lo que soy, lo que sostengo:
una bandera sin llanto,
un amor, algunos versos…
y en las piedras lacerantes
de este patio gris, desierto,
mi grito, como una estatua
terrible y roja, en el centro.



MI CORAZÓN ES PATIO

A María Teresa León

La tierra no es redonda:
es un patio cuadrado
donde los hombres giran
bajo un cielo de estaño.

Soñé que el mundo era
un redondo espectáculo
envuelto por el cielo,
con ciudades y campos
en paz, con trigo y besos,
con ríos, montes y anchos
mares donde navegan
corazones y barcos.

Pero el mundo es un patio
Un patio donde giran
los hombres sin espacio)

A veces, cuando subo
a mi ventana, palpo
con mis ojos la vida
de luz que voy soñando.
y entonces, digo: “El mundo
es algo más que el patio
y estas losas terribles
donde me voy gastando”.

Y oigo colinas libres,
voces entre los álamos,
la charla azul del río
que ciñe mi cadalso.

“Es la vida”, me dicen
los aromas, el canto
rojo de los jilgueros,
la música en el vaso
blanco y azul del día,
la risa de un muchacho…

Pero soñar es despierto
(mi reja es el costado
de un sueño
que da al campo)

Amanezco, y ya todo
-fuera del sueño- es patio:
un patio donde giran
los hombres sin espacio.

¡Hace ya tantos siglos
que nací emparedado,
que me olvidé del mundo,
de cómo canta el árbol,
de la pasión que enciende
el amor en los labios,
de si hay puertas sin llaves
y otras manos sin clavos!

Yo ya creo que todo
-fuera del sueño- es patio.
(Un patio bajo un cielo
de fosa, desgarrado,
que acuchillan y acotan
muros y pararrayos).


Ya ni el sueño me lleva
hacia mis libres años.
Ya todo, todo, todo,
-hasta en el sueño- es patio.

Un patio donde gira
mi corazón, clavado;
mi corazón, desnudo;
mi corazón, clamando;
mi corazón, que tiene
la forma gris de un patio.
(Un patio donde giran
los hombres sin descanso)



MI CASA Y MI CORAZÓN

(sueño de libertad)


Si salgo un día a la vida
mi casa no tendrá llaves:
siempre abierta, como el mar,
el sol y el aire.

Que entren la noche y el día,
y la lluvia azul, la tarde,
el rojo pan de la aurora;
La luna, mi dulce amante.

Que la amistad no detenga
sus pasos en mis umbrales,
ni la golondrina el vuelo,
ni el amor sus labios. Nadie.

Mi casa y mi corazón
nunca cerrados: que pasen
los pájaros, los amigos,
el sol y el aire.




AUTOBIOGRAFÍA

Mi pecado es terrible;
quise llenar de estrellas
el corazón del hombre.
Por eso aquí entre rejas,
en diecinueve inviernos
perdí mis primaveras.
Preso desde mi infancia
ya muerte mi condena,
mis ojos van secando
su luz contra las piedras.
Mas no hay sombra de arcángel
vengador en mis venas:
España es sólo el grito
de mi dolor que sueña.



VOY SOÑANDO

Soñar, siempre soñar,
con banderas y besos;
la libertad y el aire
soplando en mi cabello.
Campo y aire sin fin
—oh, luz—, sin otro cerco
que el amor de unos brazos
enlazando mi cuello.
Soñar, siempre soñar,
con los ojos sin sueño,
que soy un hombre vivo…
siendo tan sólo un preso.
Hay árboles y un río
fijos en mi recuerdo;
una infancia salvaje,
un dulce amor ingenuo,
y dos nombres grabados
en el chopo más viejo.
El cielo aquella tarde
era como un espejo.
El choperal tendía,
para el amor, senderos.
Todo era luz. La gloria
de mayo iba en mi pecho…
… … … … … … …
Un vilano de plata
se enredó en sus cabellos;
acudí tembloroso
y con mis dedos trémulos…
Sus ojos me invadieron
de aroma y de sol.
El viento,
inmóvil, nos miraba:
fue aquél mi primer beso.
Soñar, siempre soñar,
que vuelvo a todo aquello,
lo que dejé y ya nunca
lo encontraré al regreso.





ROMANCE

¡Qué duro es morir clavados
en un muro de agonía;
ir quemándose las plantas
sobre losas de cal fría;
sentir granada la sangre
—trigo rojo en mis espigas—
y un portazo de recintos
siempre contra las pupilas!
¡Que salga el preso, que beba
la luz y el aire su herida;
que sus pies toquen el campo
donde sus pinos respiran;
que recorra las veredas
—río abajo, monte arriba—;
que sus manos sientan hombros
clamorosos de alegrías
y sus labios fresca hierba
de cabelleras floridas;
que al salir lea en las torres
la palabra siempre viva
de su libertad grabada,
y en los árboles escrita;
que los montes, que los ríos,
que toda esta geografía
de tierra indomable sea
una pancarta extendida,
una sola voz gritando
sobre la mar: amnistía!
¡Las puertas de par en par!
Los presos fuera: a la vida.
¡Que les devuelvan sus alas
que las sombras asesinan!
¡Basta de cadenas, basta!
¡Que España entera lo diga!
¡Contra los muros, los "vientos
del pueblo" por la amnistía!



Marcos Ana

Fernando Macarro procede de una familia muy humilde y profundamente católica. Con quince años se afilió a las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) y abandonó la religión. En julio de 1936 marchó al frente, pero le devolvieron a casa por ser menor de edad. Se incorporó finalmente en 1938 llegando a ser comisario político del partido comunista. Al acabar la guerra fue encarcelado y torturado. Se le juzgó en dos ocasiones y las dos salió con condena de muerte. Cumplió casi 23 años de prisión. En la cárcel comenzó a escribir poemas firmando como Marcos Ana. Fue indultado en 1961. Ya libre, marchó a Francia y se dedicó a viajar por todo el mundo convertido en un símbolo de la solidaridad internacional y de la lucha antifranquista.

Tengo la friolera de 82 años, aunque, como digo siempre, esos son años de edad. De vida tengo 59, que son los que quedan al restar los 23 que pasé en la cárcel. Entré con 19 años en mayo del año 1939 y salí en el año 1962 con 42. Soy la persona que más tiempo seguido ha pasado en las cárceles franquistas.

Yo procedo de una familia muy humilde. Mis padres eran campesinos sin tierra y analfabetos. Cuando tenía seis años, nos trasladamos a Madrid y nos afincamos en Alcalá de Henares. Allí viví mi adolescencia y mi juventud hasta que comenzó la guerra. No pude ir al colegio, ya que mi familia no tenía recursos y enseguida me tuve que poner a trabajar. O sea, que yo estudié prácticamente las cuatro reglas, como se decía entonces. Mis padres no pertenecían a ningún partido. Eran profundamente católicos. Eran tan sumisos que cuando pasaba el amo hacían la señal de la cruz, como si se tratara de un representante de Dios en la tierra. Por ese motivo yo en mi infancia era católico y, en mi adolescencia, más de una vez me sangraron las rodillas de hacer penitencia en las iglesias. Un día, sería el año 35, con quince años, asistí con un grupo de jóvenes católicos a un mitin de las Juventudes Socialistas en Alcalá para repartir nuestra propaganda. Me quedé escuchando lo que decía el orador y me di cuenta de que aquel hombre estaba hablando de mí, de mi casa y de mis problemas. Me empecé a interesar por lo que aquella gente decía. Pasé por un proceso de transición muy difícil. En esta época, a lo mejor durante el día estaba vendiendo los periódicos de las Juventudes Socialistas pero después no me acostaba sin hacer mis oraciones. Acabé afiliándome y, durante la guerra, me pasé al Partido Comunista. Todavía continúo defendiendo las mismas ideas. Hemos cometido muchos errores, sin embargo mi corazón sigue en el mismo sitio.

Al empezar la guerra, la JSU formamos un batallón al que llamamos batallón Libertad. Yo, con 16 años, era la mascota. Fuimos a la zona de Peguerinos, en la sierra de Madrid. A los pocos meses el ejército se regularizó, y a los menores nos enviaron a casa. Entonces me dediqué al trabajo político en Alcalá. Fui secretario general de esa comarca hasta el año 38. Ese año, los jóvenes tuvimos la idea de movilizar a los menores de edad. Organizamos dos divisiones de lo que se llamó Voluntarios de la Juventud. De vez en cuando aparecía el padre de algún chico y se lo llevaba de allí a caponazos. Era increíble, ¡chicos de 15 y 16 años movilizados! Cuando cumplí los 18 años me incorporé al ejército. Fui comisario político en una unidad. Después fui instructor de la juventud en el Ejército del centro hasta el final de la guerra. Se corrió la voz de que quienes tuviéramos responsabilidades políticas debíamos concentrarnos en el puerto de Alicante, porque nos iban a sacar de España. Nos concentramos a miles, pero nuestros barcos nunca llegaron. Los que llegaron fueron los de Franco. Y la División Littorio, que llegó por tierra. Nos atraparon a todos. Me llevaron al campo de prisioneros de los Almendros y, a los pocos días, me trasladaron al de Albatera, de donde me escapé, lo que resultó relativamente fácil ya que había muchísima gente. Conseguí llegar a Madrid y me escondí en casa de un amigo. A los pocos días un confidente me entregó a la policía. Me cogieron por ingenuo y por impaciente. En pleno año 39 estaba tratando de organizar la resistencia, contactando con los amigos. Uno de los que llamé se había hecho confidente y me denunció.

Me llevaron a la cárcel de Porlier, un antiguo colegio. Muchas veces me paseo por ahí y veo un espectáculo que me recuerda a nuestra época. Las madres van a buscar a sus hijos y eso me recuerda a cuando nuestras familias iban a recoger nuestros paquetes o a llevarnos los suyos. También iban a buscar los cuerpos de los que habían sido fusilados. Muchas veces las madres llegaban con el paquete y se tenían que volver. «No, señora, su hijo ha sido fusilado». Yo estaba condenado a muerte, lo habitual en esos días. Hasta tal punto, que cuando la gente iba al consejo de guerra al volver estábamos todos esperándoles para saber que condena traían. A lo mejor venían con los ojos llenos de lágrimas: «¡Treinta años! ¡Treinta años!». Y te abrazaban, porque traer treinta años de condena era una suerte, era evitar el fusilamiento.

Desde el principio empezamos a montar una organización clandestina en la prisión. Una organización muy cerrada y muy opaca. Cada miembro conocía sólo a dos compañeros, el que te pasaba las cosas y al que tú se las pasabas. En el año 43 creamos un periódico al que llamamos 'Juventud', destinado a mantener el ánimo de los presos y a mantenerlos informados. Estaba primorosamente hecho, incluso llevaba dibujos. Un día sorprendieron a un chico leyéndolo. El chico confesó y yo entonces decidí entregarme para evitar que cayera más gente. Estuve casi un mes en la Dirección General de Seguridad, donde me torturaron cruelmente. Me machacaron vivo, pero no delaté a nadie. La tortura es una pelea extremadamente difícil. Llega un momento en que temes por tu razón. El problema es que mientras tú estás bien, aunque te machaquen, si tienes moral, lo soportas. Lo malo es que pasa el tiempo y empiezas a temer, Por qué dices: «¿Pero hasta dónde voy a controlar mi cabeza?» Mi fortaleza era imaginarme mi vuelta a prisión. A mí, en la prisión, todo el mundo me quería. Me llamaban el chaval porque era de los más jóvenes, y todos me conocían. Yo pensaba: «Si vuelvo sin haber entregado nada, después de haber salvado la situación y habiendo resistido, ¡joé!, la gente me va a comer a abrazos. Pero ¿y si vuelvo después de haber hablado? No me voy a atrever a mirar a nadie a la cara, seré como un pelele, siempre solo en un rincón del patio» Eso era lo que me daba fuerza. Después de estas torturas, me condenaron por segunda vez a muerte. Cuando las penas de muerte se conmutaron por treinta años, a mí me cayeron sesenta.

Un día, cuando me encontraba en la Dirección General de Seguridad tirado en la celda, lleno de sangre y hecho un guiñapo, de repente sentí que me lanzaban un papel por el ventanuco. A rastras, como pude, cogí el papel. Era un retrato de Lenin, que alguien había arrancado de algún libro. Nunca supe quién me lo mandó. Lo cierto es que, para mí, desde ese momento, fue como si yo ya no estuviera solo. Como si alguien estuviera vigilando y controlando mi situación y mi comportamiento. Tenía el retrato enterrado bajo la arenilla del suelo de mi celda. Cuando bajaba, lo desenterraba y hablaba con él: «Mira, camarada, cómo me han puesto, pero no temas, que yo tendré fuerza suficiente para defender al partido». Un día, estando en el calabozo, oí unos gemidos y me asomé por el ventanuco de mi puerta. Vi que traían en brazos a un preso al que habían torturado. Me di cuenta de que aquel hombre estaba entregado. Que ya había confesado algo y que estaba vencido. Yo, que era todavía un niño, tenía 21 o 22 años, desenterré el retrato de Lenin y le dije: «Tú sabes que por nada del mundo me desprendería de ti, pero te necesitan en la celda número 27». Cuando me sacaron al servicio, pasé delante de su celda y le tiré la foto. Parecerá un milagro, pero al día siguiente, cuando oí que venía este preso, me asomé y observé que venía andando por su pie y en su mirada había una luz tensa y distinta a la del día anterior. Aquel hombre se había rehecho. Recibir la fotografía lo resucitó. Años después, en la cárcel de Ocaña, oí a un hombre contar la historia. Entonces me di a conocer. «¡Yo soy el que te pasé la foto!» Me confirmó que ya había denunciado a alguien y que, cuando se encontró con el retrato, se golpeaba contra la pared, desesperado. Muchos años después, en Moscú, visitando el museo de Lenin, Yeltsin me enseñó el papel en el que yo escribí esta historia junto a la famosa fotografía de Lenin con un pionero en la Plaza Roja. Se lo enseñaban a todos los españoles.

En la prisión, en un primer momento, lo único importante era sobrevivir, hasta el punto de que en Porlier, al poco tiempo de entrar, no quedaba ni un hierbajo en el suelo. Las hierbas del patio las cogíamos, las metíamos en agua a hervir y nos las comíamos como podíamos. Muchas mañanas te encontrabas con que, no sólo faltaban los compañeros que habían fusilado, sino que también muchos aparecían muertos a tu lado, de hambre o de frío. La situación cambió coincidiendo con el fin de la Guerra Mundial. Nuestras familias se habían rehecho y nos podían ayudar. Europa pudo volver sus ojos a España y se empezaron a organizar comités de amnistía, socorro popular... Y comenzó a llegar algo de esta solidaridad, que nos ayudó a sobrevivir.

En esa época empezamos a estar más tranquilos y más alimentados y gracias a eso empezamos a organizarnos mejor. Éramos como un estado dentro de otro estado. Montamos clases clandestinas. Teníamos cientos de libros escondidos. Era muy fácil introducir libros en la cárcel. Lo difícil era mantenerlos ocultos. Lo que hacíamos era coger de entre los libros de la biblioteca de la cárcel, casi todos religiosos, el libro más parecido al que queríamos camuflar. Desencuadernábamos los dos libros, cogíamos las tapas del libro legal con las cien primeras páginas, que era donde aparecían el sello de la cárcel y las firmas del director y del capellán e íbamos intercalando cien páginas de nuestro libro y cien del otro y así sucesivamente. Como teníamos buenos artesanos, componíamos de nuevo el libro que, por fuera, era La historia de Santa Genoveva y, por dentro, El capital. Teníamos de todo, y todo clandestino. Había una escuela de pintura e incluso organicé una tertulia literaria en los últimos tiempos. También hacíamos una revista, que sacábamos de la cárcel y que se reproducía y se difundía fuera.

La cárcel fue mi universidad. Conocí a mucha gente. Coincidí con Buero Vallejo y con Miguel Hernández entre otros muchos. Miguel Hernández era una persona entrañable, murió de franquismo en la prisión de Alicante en el año 42. Unos años después le hicimos uno de nuestros homenajes: Esperábamos a la noche, a que cerraran las galerías. Entonces montábamos un pequeño escenario con mantas y sábanas. En las ventanas algunos presos se dedicaban de la vigilancia y así, en el silencio terrible de la cárcel, hacíamos los homenajes. El de Miguel Hernández lo titulamos Sino sangriento, que es el nombre de uno de sus versos. Tenía tres actos, con los nombres de tres de sus libros: El rayo que no cesa, Vientos del pueblo, que trata de la guerra y Cancionero y romancero de ausencias, que era el de la cárcel. Unos narradores relataban los hechos y una pequeña banda de música se colocaba detrás del escenario con sus instrumentos realizados con los palos de las escobas y con cosas así. Era muy ingenioso: se cortaba un trozo de escoba de caña. Unas gomas sujetaban un papel de fumar en cada punta y se le abrían unos orificios. Sólo con eso salía una música preciosa, que era como un zumbido, pero muy bonito. Una cosa tremenda. Esa bandita, compuesta por cuatro o cinco personas, iba poniendo música a determinados pasajes. Cuando los locutores contaban la parte de la guerra de España y de los soviéticos se oía La Internacional. Con los franceses y André Martí... se oía La Marsellesa. Los mexicanos con Siqueiros y tal... Se oía La Cucaracha. Todo a media voz. Se titulaba Homenaje a voz ahogada a Miguel Hernández. Fue algo impresionante, en medio del silencio de la prisión. De vez en cuando, oías el «alerta» de los centinelas desde las garitas. Toda la noche: «¡Alerta el uno!, ¡Alerta el dos!, ¡Alerta el tres!» Eso se hacía para que el cabo de guardia supiera que no se había dormido ninguno de los centinelas. Hicimos otros homenajes a Rafael Alberti y Neruda. Creo que jamás se podrá concebir un homenaje más emocionante que éste.

Ésta fue mi escuela y la de mucha gente, y así pasé los años de prisión. Hoy miro aquello casi con nostalgia, «¡Joder, aquélla fue una de las épocas más hermosas de mi vida!» Sabías que el futuro te pertenecía, aunque estuvieras sufriendo y te pudieran llenar la cabeza de plomo, aunque te tocara caer, pero nos parecía que el futuro era nuestro. Se vivía con esperanza. El talón de Aquiles del preso era la familia. Si veías a alguno triste, preocupado, andando solo por el patio, es que su familia tenía algún problema.

Empecé a escribir en la década de los cincuenta. Todo empezó porque me sacaron de la galería y me llevaron castigado a celdas. Allí estaba aislado. Los funcionarios te sacaban el petate por la mañana y no te lo devolvían hasta la noche para que fuera imposible tumbarse durante el día. Entonces los compañeros, los destinos, que eran quienes barrían y hacían la limpieza, se encargaban de introducir comida o lo que fuera en el petate antes de devolvértelo. Una de las veces me metieron unas hojas arrancadas de libros de Rafael Alberti y de Neruda. Las manoseaban antes para que el sonido del papel dentro del colchón fuera imperceptible, porque los guardias a veces lo inspeccionaban para ver si notaban algo raro. Releí aquellas hojas más de mil veces, y eso me creó un clima un poco particular, que hizo que empezara a escribir con un pequeño lapicero que me habían pasado. Cuando salí de celdas me animaron a continuar diciéndome que lo que había escrito estaba muy bien. Lo sacamos al exterior, como el náufrago que lanza un mensaje al mar en una botella sin saber si va a llegar a algún destino. No le di más importancia. Tiempo después, llegó un paquete de México, en el que nos mandaban revistas y otras cosas que nuestras familias nos pasaban clandestinamente. Entre todas esas cosas, venía un librito mío, con ocho o diez poemas. Aquello me hizo pensar que esta era una forma más de ayudar a que la gente comprendiera nuestra situación. Entonces pensé que debía adoptar un nombre para firmar mis cosas. Pensando en mis padres me puse Marcos Ana. A mi padre lo habían matado en la guerra y mi madre murió, la pobre, cuando me condenaron por segunda vez a muerte. Anduvo deambulando por la puerta del penal de Burgos intentando verme. No lo consiguió. La encontraron muerta en una zanja. Poco a poco empecé a contactar con los poetas en el exilio. María Teresa León y Rafael Alberti, se valieron de que Paco Rabal pasaba por Buenos Aires y le dieron una pequeña nota, que me pasaron dentro de un tubo de pasta, que decía: «Cuéntanos algo de tu vida». Entonces les compuse un pequeño poema:

Mi vida
os la puedo contar en dos palabras:
Un patio
y un trocito de cielo donde a veces pasan
una nube perdida y algún pájaro
huyendo de sus alas.

A partir de aquel poema, que titulé Mi corazón es patio, empecé a ser conocido fuera de las cárceles. En el extranjero la campaña en mi defensa fue muy fuerte. Entonces el Gobierno promulgó un decreto, según el cual las personas que llevaran más de veinte años ininterrumpidos en prisión serían excarceladas. Fue una cosa insólita, ya que fui el único al que le afectó. Normalmente, nadie estaba en prisión más de veinte años o, como mínimo, se entraba y se salía cumpliendo la condena en dos o tres veces. Pero yo estaba condenado a sesenta años y fui el único que salí de la cárcel gracias a ese decreto.

Cuando conseguí la libertad a finales de 1961, salí en los periódicos de todo el mundo. Fraga, que entonces estaba en el Ministerio de Información y Turismo, reaccionó con un folleto que se titulaba: Marcos Ana, asesino, en el que me atribuían todo lo que había pasado en Alcalá de Henares durante la guerra. Si eso hubiera sido cierto, me hubieran fusilado muchos años atrás. De todas maneras, sólo puedo agradecérselo, porque eso me dio todavía más publicidad.

Sabía que el aparato clandestino francés iba a venir a buscarme. Estuve unos días en Madrid, en casa de mi hermano, hasta que vino a buscarme un matrimonio francés. Querían que me aprendiese de memoria mi nombre en francés, pero yo ni me aprendía mi nombre ni nada. Entonces, la mujer me puso una bufanda, me tapó un poco y salimos. El coche era de una marca importante y el hombre iba ataviado con gorra y uniforme de chofer. La mujer se sentó detrás conmigo y, cuando llegamos a Irún, le dijo al guardia: «Por favor, dése prisa porque mi marido está enfermo». Y así, con pasaporte falso, pasamos la aduana. Cuando llegué, lo primero que hice fue organizar el Centro de Información y Solidaridad con España (CISE) presidido por Picasso, pero dirigido por mí. Había muchísima gente: Yves Montand, Piccoli, Jean
Paul Sartre, Jean Cassou... Desde allí empecé a organizar las campañas de solidaridad internacional. He viajado por casi todo el mundo. Mi vida ha sido muy intensa y apasionante. Me ocurrieron cosas muy graciosas. Siempre he parecido mucho más joven de lo que soy. Salí de la cárcel con 41 años, pero sin embargo parecía que tenía veintitantos. En una ocasión, había ido a Inglaterra para pronunciar una conferencia en el parlamento. Me acompañaba un intérprete, que era un ex brigadista, profesor de español que tenía lesiones de guerra y estaba cojo, e iba con un bastón. Tendría 45 años, pero estaba muy envejecido. Cuando nos hicieron pasar, yo, como siempre he sido nervioso, entré deprisa, subiendo la escalera a gran velocidad. Me extraño que nadie se moviera cuando aparecí en el escenario. Cuando, unos segundos después, entró el intérprete con su bastón, cojeando, todo el mundo se puso en pie, aplaudiendo. Para un inglés era inconcebible que yo, que parecía un jugador de rugby, hubiera estado 23 años en la cárcel, torturado y condenado a muerte, tenía que ser el otro, que iba con su bastoncito.

Estas conferencias nos permitieron dar a conocer nuestra lucha. Solían preguntarme qué había sido lo más difícil. Lo más difícil para mí, después de tantos años de prisión, fue la libertad. Yo en la cárcel sabía vivir. Era como un pedazo más de aquellas piedras. Lo difícil fue salir a los 41 años, después de 23 encarcelado. Fue como si me hubieran abandonado en un planeta extraño. Para mí fue una cosa tremenda: la adaptación a la vida, a la libertad... Fue lo más difícil. Al principio, vomitaba los alimentos, no podía subir a los vehículos, incluso los ojos se me enrojecieron, puesto que el nervio óptico, en la prisión, se va retrayendo. Como se tienen paredes o muros delante en todo momento, se acostumbra a enfocar siempre cerca, y va perdiendo facultades. Si estaba en una habitación o en una calle donde hubiera edificios altos, la vista se protegía y estaba tranquilo. Pero cuando salía al campo me mareaba, como si me hubieran puesto unas gafas que no eran mías. Fue un tiempo difícil, porque no conocía y no entendía muchas cosas del mundo al que había salido. Tenía conciencia de que era un ser adulto, pero, al mismo tiempo, tenía la candidez y la inexperiencia de un adolescente. Por ejemplo, nunca había estado con una mujer. Cuando salí en libertad, uno de mis amigos vio que me quedaba atontado mirando a las mujeres por la calle. Salimos una noche juntos a un cabaret y él pensó que lo que más ilusión me haría sería irme con una mujer. De modo que cogió a una chica, le dio mil pesetas y le dijo: «Toma, para que te vayas con mi amigo». Cuando me quedé a solas con esa chica, yo quería que me tragara la tierra, porque no sabía cómo comportarme. Ella se creía que estaba borracho y cuando intentó devolverme el dinero, tartamudeando, le conté lo que me sucedía. Que había pasado 23 años en la cárcel, no conocía a ninguna mujer y ésa era mi primera experiencia sexual. Ella me dijo: «Mira, yo voy a perder contigo unos cuantos miles de pesetas». Dimos un paseo. Luego me llevó a cenar a la Torre de Madrid. Lloró conmigo cuando le contaba las cosas de la prisión. Recuerdo que me besaba las manos llorando. Le hablaba de un mundo que ella desconocía. Luego fuimos al hotel. A pesar de mi timidez y de todas mis inhibiciones, esa mujer consiguió con una ternura y una humanidad extraordinarias que yo hiciese el amor por primera vez.

Me despertó por la mañana. Había traído chocolate con churros. Me marché a casa con un nudo en la garganta, sabiendo que esa noche no tendría dinero para volver con ella. Al llegar, descubrí en mi bolsillo las mil pesetas y una nota que decía: «Para que vuelvas esta noche». Estuve todo el día haciendo tiempo, deseando que llegaran las ocho o las nueve de la noche para poder ver de nuevo a esa mujer. Pero, poco a poco, me fue asaltando la idea de que si la veía se iba a romper el encanto de la noche anterior. Esas mil pesetas las había ganado ella, y, si iba a verla con ese dinero, yo iba a tratarla como una prostituta, es decir, que yo iba a prostituirla más. Decidí no ir, pero continuamente sentía la necesidad de volverla a ver. Me decía: «Qué importa. Ella conoce todas las noches a cuatro o cinco o diez hombres. ¡Qué le importará a ella!» Mientras deambulaba, pasé por delante de una floristería y, sin pensarlo demasiado le dije a la mujer: «Mil pesetas de flores». Hicimos un ramo enorme, y lo dejé en el hotel con una tarjeta con su nombre, Isabel Peñalva. No la olvidaré nunca.

En el CISE, en París, estuve hasta que murió Franco. Bueno, en realidad no volví hasta finales del 76, porque yo fui de los últimos a los que proporcionaron el pasaporte. Cuando volví a España, me tuve que ir inmediatamente a Burgos, a encabezar la lista de diputados comunistas en esta provincia, como símbolo de los miles de demócratas que habían dejado su vida en el penal de esta ciudad. No salí elegido, ya que Burgos era muy difícil. Luego, el partido me puso al frente del departamento de Solidaridad Internacional. Se decía: Ayer por España; hoy España por los pueblos. Yo me sentía un hijo de la solidaridad y quería devolver la solidaridad que a mí me habían prestado en la cárcel y en el exilio.

Al comienzo de la guerra, es justo reconocer que en los dos bandos se cometieron actos descontrolados. Cuando las pasiones están desatadas, es comprensible que puedan ocurrir algunas cosas. Es cierto que se quemaron iglesias y que la gente estaba descontrolada. Sin embargo, a partir del año 37, la cosa se controló y esos actos no se produjeron más. Esto no tiene comparación con lo que pasó en el otro bando. Esta gente ganó la guerra y durante cuarenta años mantuvo un ideario gubernamental cuyo objetivo fue exterminar al enemigo. Lo que hicieran durante la guerra es justificable, pero después se dedicaron a arrancar hasta las raíces del enemigo. Hubo miles de fusilados. Un exterminio total.