sábado, 16 de junio de 2012

512.- El Tribunal Europeo de Derechos Humanos




El Tribunal Europeo de Derechos Humanos


Por TIMOTHY GARTON ASH 

The Daily Mail, un periódico británico de enorme circulación y gran influencia, acaba de encontrar un nuevo dragón europeo contra el que luchar. "Los eurojueces", chilla, "pisotean la soberanía del Reino Unido e insisten: Tenéis que dejar votar a los presos". "Los asesinos y los violadores acuden al Tribunal Europeo de Derechos Humanos para obtener todas las garantías del Estado", se queja, a propósito de la noticia de un recurso presentado ante el Tribunal de Estrasburgo. En su desahogo, este Reino Unido iracundo llega a denunciar al primer ministro conservador, David Cameron, por no cumplir promesas que hizo en la oposición, cuando, según nos dicen, "prometió solemnemente... hacer algo sobre el problema de las leyes de derechos humanos del Tribunal Europeo, que se burlan de la justicia británica".

El organismo de Estrasburgo es el único lugar al que ir cuando tus derechos han sido pisoteados
De todos los blancos que podía escoger un órgano euroescéptico, este es uno de los más extraños. El Tribunal de Estrasburgo no tiene nada que ver con la Unión Europea y sus burócratas de Bruselas, que es a lo que los británicos suelen referirse cuando lanzan diatribas contra "Europa". Forma parte del Consejo de Europa, a cuya creación contribuyó Winston Churchill de manera fundamental y que es una organización casi totalmente intergubernamental, formada hoy por 47 Estados (solo Bielorrusia permanece al margen). La tarea del Tribunal es garantizar el respeto al Convenio Europeo de Derechos Humanos, una resonante declaración de derechos y libertades elaborada tras 1945 y redactada en gran parte por un abogado británico, sir Oscar Dowson.

El Tribunal de Estrasburgo es el único lugar al que cualquier persona de cualquiera de esos 47 países puede acudir, desde Portugal hasta Rusia y desde Noruega hasta Turquía, cuando piensa que se han pisoteado sus derechos y no puede obtener las reparaciones necesarias en su propio país. Por ejemplo, en un caso visto el año pasado, el Tribunal dictó que el Estado turco no podía obligar a nadie a revelar su religión en sus documentos de identidad. Los Estados no siempre cumplen las sentencias, pero a veces sí. Como bien saben muchos hombres y mujeres perseguidos, mejor es eso que no tener ninguna instancia externa a la que recurrir. Con todos sus defectos, es lo más parecido que tenemos a la materialización del sueño de Churchill de "un tribunal europeo... ante el que puedan presentarse los casos de violaciones de estos derechos para que el mundo civilizado los juzgue".





De hecho, bajo la presidencia británica del Consejo de Europa, que empezará el próximo mes de noviembre, está previsto que la propia Unión Europea, que posee personalidad jurídica desde el Tratado de Lisboa, se incorpore como tal al Convenio y el Tribunal. Puede que parezca una cues

-tión técnica y confusa, incluso teológica, y todavía quedan por resolver varios detalles, pero las posibles consecuencias son importantes. Si el cambio se produce como está previsto, por primera vez, un individuo británico -o polaco, o italiano, o estonio- podría presentar un recurso contra la propia UE ante este tribunal internacional independiente, supervisado por un órgano estrictamente intergubernamental. "¡Bruselas pisotea nuestras libertades!", grita John Bull (el personaje que simboliza Inglaterra). Pues llevemos a los eurócratas a los tribunales y pidámosles responsabilidades con arreglo a una carta de derechos redactada en gran parte por británicos. Lo normal sería que un periódico tan patriótico y amante de las libertades como The Daily Mail lo aprobase. Pero no. Son todo cosas de la maldita "Europa", y "Europa", por definición, es mala.

Esto no quiere decir en absoluto que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos sea perfecto. Ni mucho menos. Tiene al menos tres grandes inconvenientes. Primero, un atasco escandaloso de casos, unos 140.000 recursos pendientes; necesita como sea un filtro mejor para eliminar los frívolos y triviales. Segundo, al ser una organización intergubernamental, cuenta con un juez por cada Estado miembro -es decir, uno por Alemania y uno por San Marino, uno por Rusia y uno por Liechtenstein-, y algunos no son demasiado buenos. El principio de un juez por país es difícil de cambiar, pero habría que seleccionar mejor a los magistrados. (Por supuesto, puede darse el caso de que haya un mal juez de un Estado grande y uno bueno de uno pequeño).

La distinta calidad de los jueces y la diversidad de tradiciones legales y experiencias nacionales de las que proceden han contribuido a una jurisprudencia que incluso (o tal vez especialmente) los abogados de derechos humanos critican por su falta de coherencia. Por ejemplo, en algunos temas fundamentales como la libertad de expresión, el Tribunal de Estrasburgo ha dictado algunas sentencias brillantes y otras verdaderamente malas.

Todos estos defectos hacen que sea necesaria una reforma profunda del Tribunal. Y eso es precisamente lo que el ministro británico de justicia, Kenneth Clarke, famoso por su posición proeuropea, dice que quiere impulsar cuando el Reino Unido asuma la presidencia. De él, al menos, no podrá sospechar nadie que sea hostil a Europa.

Mientras tanto, no tiene nada de malo que el Reino Unido redacte su propia carta de derechos nacional, siempre que sea compatible con el Convenio Europeo. Y esa es la tarea que se ha encargado a una comisión variopinta recién creada por el Gobierno de coalición de liberales y conservadores: examinar formas de elaborar una carta de derechos británica que "incorpore y aumente todas nuestras obligaciones en virtud del Convenio Europeo".

Siempre que se cumpla ese requisito, me parece todavía mejor contar con una carta británica, redactada en enérgica prosa inglesa, con una referencia explícita a la historia y las tradiciones del Reino Unido, que envuelva en la Unión Jack unos derechos que, en la práctica, serán los mismos. Dada la hostilidad de muchos británicos a cualquier elemento legal o político que incluya la palabra "europeo" (a diferencia del fútbol europeo, el vino europeo y las segundas residencias en Europa, que adoran), esta vía contribuiría sin duda a que los británicos hicieran suyos esos derechos. Cuanto más los asuman como propios y más fácil les sea llevar un caso relacionado con ellos ante los tribunales nacionales, mejor. El Tribunal de Estrasburgo seguirá existiendo como último recurso, que es lo que tiene que ser.

Reforma del Tribunal de Estrasburgo y elaboración de una carta de derechos británica que sea totalmente compatible con el Convenio Europeo: esa es la forma de avanzar. Y quien mejor puede hacerlo es Ken Clarke, tan británico como el rosbif y tan europeo como el borgoña más intenso.
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Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.










España viola el Convenio Europeo de Derechos Humanos


Por Joxerramon Bengoetxea 


España viola el artículo 3 del convenio que prohíbe la tortura así como las penas y los tratos inhumanos o degradantes. No lo decimos nosotros. Lo acaba de declarar por unanimidad el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, sito en Estrasburgo, en sentencia de 28 de septiembre de 2010, en el asunto San Argimiro Isasa contra España. Denunciaba el demandante, Mikel San Argimiro Isasa, (1) haber sido víctima de malos tratos durante su arresto y detención incomunicada de cinco días en la Dirección General de la Guardia Civil -en concreto golpes en la cabeza, asfixia provocada por bolsas de plástico cubriendo la cabeza, humillaciones y vejaciones sexuales y amenazas de muerte y de violación- y (2) la ausencia de investigación de los hechos objeto de las acusaciones de malos tratos que en su día formulara, en este caso con la connivencia del médico legal de turno, incapaz de explicar la fractura de una costilla atestiguada posteriormente por el médico de la prisión de Badajoz. Precisamente por esta ausencia de la debida investigación, se condena a España a indemnizar a San Argimiro con 20.000 euros más los 3.000 euros de costas procesales.
Como suele ser habitual, tales alegaciones no fueron investigadas ni instruidas por la justicia española, sino que fueron archivadas. No se practicó testimonio de los guardias civiles que participaron en la detención, cuya identificación no hubiera presentado dificultad alguna; el magistrado instructor de la Audiencia Nacional negó la visualización del vídeo de la detención, alegando la inutilidad de practicar dicha prueba; los exámenes médicos efectuados fueron insuficientes, ninguno de ellos menciona la fractura de una costilla ni propone la realización de una radiografía que permitiera determinar el momento de la lesión; tampoco se ordenó practicar una gasometría de la sangre para averiguar si las alegaciones relativas a la asfixia provocada por las bolsas de plástico eran veraces; se rechazó tomar declaración a los agentes implicados en el arresto y detención incomunicada, alegando la imposibilidad de identificarlos, aunque hubiera bastado con consultar la relación de los agentes, el instructor jefe y el secretario, encargados de su custodia en las dependencias de la Dirección General de la Guardia Civil de las que San Argimiro no salió durante los cinco días de incomunicación en mayo de 2002.
Reiteradamente se ha requerido a España por parte de instancias internacionales que reconsidere su régimen de incomunicación y asegure el derecho de la persona detenida a ser examinada por una o un médico de su elección, además de la o del médico legal previsto durante la incomunicación. La respuesta que ha dado el Gobierno español ha sido la de declararse ofendido por las sugerencias que dejarían entrever una insuficiencia estructural en la protección de los derechos fundamentales de las personas detenidas, cuando no ha cuestionado directamente el conocimiento y el proceder de dichas instancias. Hace un año escribíamos en este mismo medio un artículo de opinión dedicado al relator de la ONU Martin Scheinin, prestigioso profesor del Derecho Internacional de los Derechos Humanos en el Instituto Universitario Europeo de Florencia, y a sus informes sobre España. Nos parece absolutamente irresponsable que la respuesta del Gobierno español sea cuestionar la labor del relator en lugar de preocuparse por la veracidad de sus suposiciones y la pertinencia de sus recomendaciones. Nos entristece constatar que son muy escasos los medios de comunicación que se hacen eco de esos informes y que sea tan escasa la presión política ejercida sobre España para que los tome en serio, de una vez por todas. Indirectamente las respuestas que da el Gobierno central parecen indicar que la lucha eficaz contra el terrorismo justificaría ciertas vulneraciones. La reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que comentamos aquí parece confirmar nuestra sospecha de que esta actitud del Gobierno español -«aquí no pasa nada, y si pasa, es porque resulta necesario en la lucha contra el terrorismo y si no se está de acuerdo es que no se comprende nada sobre la situación real o se está en connivencia con los terroristas»- supone un insulto hacia los propios valores sobre los que reposa el Estado de derecho y el orden constitucional, además de restar credibilidad a su discurso oficial de defensa de los derechos fundamentales. Mucho tendrá que esforzarse el Gobierno español en demostrar que su actual normativa y su práctica en materia de detención incomunicada no posibilitan que se vulneren los derechos de las y los detenidos de forma sistemática, constante e impune. Como afirma el Tribunal de Estrasburgo, cuando una persona detenida sufre lesiones durante su detención, cae sobre el Estado una presunción de autoría y la carga de la prueba de demostrar que ha desplegado todos los medios necesarios para evitar que dichas lesiones se produzcan. El Gobierno no está legitimado para invocar la razón de Estado a la hora de prescindir de derechos y garantías fundamentales.
Cuando reivindicamos la equidistancia nos referimos precisamente a la necesaria actitud de condena frente a todas las vulneraciones de los derechos humanos, vengan de quien vengan. En este caso vienen de la legislación española sobre la incomunicación, de la práctica de las instancias implicadas en la detención incomunicada – Policía o Guardia Civil, médicos legales y otros agentes-, de la actitud de la Audiencia Nacional indigna de un órgano jurisdiccional sometido al imperio de los derechos fundamentales. Si rectificar es de sabios, en esta materia es además demostrativa de un mínimo de sensibilidad hacia la dignidad de la persona humana. Todo menos esa premeditada impunidad para las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.











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