lunes, 18 de noviembre de 2013

652.- JFK: la herida sigue abierta



JFK: la herida sigue abierta

50 Aniversario de la muerte 
de Kennedy (Noviembre 1963-2013)
Un sorprendente libro del periodista Philip Shenon revela los secretos y mentiras que rodearon la investigación del magnicidio

ELSA FERNÁNDEZ-SANTOS 

Hay una imagen escalofriante: el traje rosa, uno de los favoritos de su marido, que Jacqueline Kennedy lucía aquella tarde de hace 50 años sigue intacto, bañado en sangre, protegido de la luz y el aire en una cámara acorazada de los Archivos de la Nación, en los suburbios de Maryland, negando el paso del tiempo y afirmando desde su inocencia color chicle que medio siglo después del magnicidio de Dallas ni siquiera un trapo sucio puede descansar en paz.

No quedó rastro del famoso sombrerito que lucía la primera dama, pero lo aterrador es que el cerebro reventado del presidente de EE UU también desapareció misteriosamente del hospital donde se le practicó la autopsia. La CIA mintió, el FBI mintió, se quemaron, extraviaron y ocultaron datos y documentación fundamentales para el caso y la verdad (y por tanto la justicia) sobre el asesinato, el 22 de noviembre de 1963, de John Fitzgerald Kennedy quedó sepultada en una ignominiosa fosa común de especulaciones y vergüenza histórica. Una tragedia política que desde ahora cuenta con un capítulo más gracias a Philip Shenon, periodista de The New York Times, quien un día de hace cinco años recibió una extraña llamada de alerta.


Reconstrucción de un dibujante, basada en las fotos de la autopsia, de la herida en la cabeza del presidente Kennedy: el cráneo abierto en la parte derecha. / NARA


Al otro lado de la línea telefónica estaba un abogado que había comenzado su carrera en la Comisión Warren, establecida por el presidente Lyndon B. Johnson para resolver el caso y cuyas conclusiones fueron del todo insuficientes. El abogado le pedía al periodista reconstruir una vez más la vieja historia antes de que los implicados directos (la comisión se formó con jóvenes abogados llegados de los mejores despachos del país y otros veteranos con los que formaban parejas de trabajo) pasasen a mejor vida o perdiesen definitivamente la memoria. Por primera vez en medio siglo, muchos de los supervivientes vinculados a la investigación se han atrevido a hablar convirtiendo JFK. Caso Abierto. La historia secreta del asesinato de Kennedy (Debate) en un libro fundamental para arrojar luz sobre aquel pozo por el que se precipitó la inocencia de toda una generación.

Shenon ha necesitado 5 años y 752 páginas (incluido el índice de notas y el onomástico) para concluir no solo que la muerte de Kennedy pudo evitarse sino que la investigación del magnicidio estuvo torpedeada desde su inicio. Según Shenon, son cuatro los responsables más directos de la farsa que rodeó al caso: el director de la CIA, Richard Helms; el del FBI, J. Edgar Hoover; el presidente de la Corte Suprema de Estados Unidos y responsable último de la comisión, Earl Warren y, lo más sorprendente, Robert Kennedy, hermano pequeño del presidente y su hombre de confianza.

El cerebro reventado del presidente Kennedy desapareció del hospital
Durante los cinco años que Bobby sobrevivió a su hermano, criticó ante amigos y familiares el trabajo de la Comisión Warren. Sin embargo no solo no hizo nada por denunciarla públicamente, sino que firmó un documento en el que negaba cualquier sospecha de conspiración. “Nadie estuvo en mejor posición que él para exigir la verdad, primero como fiscal, posteriormente como senador y, ante todo, como hermano del presidente”, escribe Shenon en su libro.

Lo cierto es que Robert Kenney —y otro nuevo volumen, La conspiración (Crítica), de David Talbot, se encarga de exponer al detalle las fuerzas oscuras que le acosaron— estaba obsesionado con la muerte de su hermano. Durante meses se vistió solo con su ropa y abrió su propia investigación privada para determinar si la Mafia o Jimmy Hoffa estaban implicados.



 
Ilustración que recrea la herida fatal de JFK. / NARA

Pero de toda la investigación de Shenon quizá el dato más novedoso hasta la fecha es el que sitúa a Lee Harvey Oswald en una trama mexicano-cubana que pese a su gravedad fue extrañamente pasada por alto primero y literalmente borrada del mapa después por la CIA y el FBI. Oswald estuvo en México semanas antes de viajar a Dallas, tuvo una amante mexicana que trabajaba en la embajada de Cuba y se reunió con espías de la isla. La CIA conocía todos los movimientos pero los ocultó. Después del asesinato, evitó a toda costa que circulase la información sobre el viaje a México. Se destruyeron pruebas y se ocultaron testimonios, como uno que aseguraba haber visto a Oswald en la embajada de Cuba jactándose de su intención de matar a Kennedy. El documento que probaba que la CIA y el FBI estaban al corriente desapareció antes de llegar a manos de los abogados. Pero la cosa no se queda ahí: la Comisón Warren se reunió en secreto con Fidel Castro. Uno de los abogados veteranos, William Coleman, se entrevistó con el mandatario en un yate con la misión de averiguar si los servicios secretos cubanos estaban o no implicados. Coleman, un afroamericano de brillante carrera, y Castro se habían conocido años antes en Nueva York en los locales nocturnos de Harlem. A Coleman le había impresionado el atractivo y la inteligencia del cubano, entonces un joven fascinado con el jazz que pasaba su luna de miel en Manhattan. A bordo del yate, navegando por el Atlántico, Castro negó cualquier vínculo con el asesinato, incluso se atrevió —pese a la invasión de Bahía de Cochinos— a expresar su admiración por Kennedy. Coleman concluyó que se fue de allí como llegó: confundido.

El texto de Shenon sitúa a Oswald en una trama mexicano-cubana

Es paradójico que la cantidad de documentación desclasificada en los últimos años contribuya a alimentar el fuego del embrollo y no al revés. ¿Por qué se ocultó que la policía secreta del presidente había salido a beber la noche antes del asesinato? ¿Por qué se censuró del testimonio de Jackie Kennedy su macabra descripción de cómo se aferró al cráneo roto de su marido? El misterio sigue vivo junto a montañas de documentos que se apilan ya sea sobre la mesa de un periodista o en los Archivos de la Nación. Una fría cámara acorazada dedicada a preservar con honores faraónicos los objetos mortuorios de una memoria inexplicable en la que cabe por igual un ensangrentado traje estilo Chanel o, a pocos metros, la película original que Abraham Zapruder capturó con su cámara casera, quizá el fragmento de cine más visto de la historia. Esa secuencia con la que millones de personas se siguen preguntando qué demonios falló.






¿Quién mató a Kennedy?

50 años después, las teorías conspiratorias siguen siendo mayoritarias al explicar el asesinato del presidente más famoso de EEUU

YOLANDA MONGE Dallas 





Una gran X marca en la carretera el lugar exacto donde fue herido de muerte el presidente John F. Kennedy en la tristemente famosa Plaza Dealey de Dallas. A su alrededor, y mientras la luz lo permite, turistas y nostálgicos toman fotografías observados por un número no desdeñable de personas que aseguran a quien quiera escucharlo que la versión oficial de lo que sucedió el viernes 22 de noviembre de 1963 en esta ciudad tejana está lejos de la realidad.


Los visitantes observan con una extraña mezcla de emoción y aversión el escenario que hace 50 años provocaría el nacimiento de una gran duda que sigue alimentándose cada día que pasa. Porque una gran mayoría de los estadounidenses rechazan la historia oficial presentada en el informe de la Comisión Warren, que aseguraba que el hombre que acabó con la vida del 35° presidente de la nación fue Lee Harvey Oswald y solo Lee Harvey Oswald.

Incluso el actual secretario de Estado rechaza la versión con la que la Administración de Lyndon B. Johnson cerró —con una rapidez inusitada— la investigación del asesinato, según comentarios recientes del jefe de la diplomacia norteamericana, John Kerry. Desde la muerte de Kennedy, de la que este viernes se cumplen 50 años, se han escrito más de 2.000 libros sobre el asesinato, muchos de los cuales abrazan una o varias teorías conspiratorias.

Mark Oates vende algunas de ellas, expuestas sobre un tenderete, en forma de libros o panfletos, dependiendo del dinero que el investigador de turno haya tenido a la hora de publicar su teoría. Una mujer se acerca al puesto y durante un rato mira el vídeo que explica las poderosas y ocultas fuerzas que estuvieron detrás del asesinato. Al cabo de menos de dos minutos pierde el interés y sigue caminando. Cuando se le pregunta si cree que a Kennedy le mató Oswald, sin embargo, contesta que no. ¿Quién, entonces? “No sé, pero no fue Oswald”.

Solo un 36% de los estadounidenses creen en las conclusiones de la Comisión Warren
Si es cierto que el tiempo ha ido rebajando el número de quienes ven una mano conspiratoria tras el asesinato, también es una realidad que esos porcentajes siguen siendo muy altos. En 2001, un 81% de la población consideraba que no se sabía toda la verdad y apostaba por la conspiración, según un sondeo de Associated Press. En 2003, era un 75%, según Gallup. Hoy en día el porcentaje supera el 60%, de nuevo según AP. Solo un 36% dijo creer a la Comisión Warren cuando esta presentó sus conclusiones.

El número de teorías puede llegar a marear cuando se bucea en ellas: la mafia; la CIA; millonarios de extrema derecha; el complejo militar-industrial temeroso de que Kennedy saliera de Vietnam y que pusiera fin a la guerra fría; los magnates del petróleo temerosos de que el presidente demócrata les impusiera unos impuestos de los que entonces estaban exentos; Fidel Castro; los enemigos de Fidel Castro; la Unión Soviética; e incluso Lyndon B. Johnson, el vicepresidente de Kennedy y el hombre que juró el cargo junto al féretro del cadáver del mandatario, que según lee la teoría conspiratoria habría temido ser apartado del tándem de cara a las presidenciales de 1964 y optó por la vía expeditiva para llegar a la Casa Blanca.

Quienes defienden que fue la Mafia quien atentó contra Kennedy se basan en que la CIA sabía que el crimen organizado discutía asesinar al “presidente”. Pero según explica Forrest Scheiber, habitual desde 1995 de la Plaza Dealey, el presidente a quien quería eliminar la Mafia no era Kennedy si no Castro, ya que su llegada al poder les había hecho perder lo que suponían sería una lucrativa inversión en los casinos instaurados en La Habana durante la época de Batista. Aunque “para ser justos”, también apunta Scheiber, la fallida invasión de Bahía de Cochinos —emprendida por Kennedy— acabó con cualquier esperanza del crimen organizado de retornar a la isla. “¿Quién sabe?”, dice encogiéndose de hombros.

A la Agencia Central de Inteligencia (CIA, en inglés) se le atribuyen varios asesinatos políticos de alto nivel de los años sesenta, y el de Kennedy es uno de ellos, siempre según los amantes de la conspiración. Una teoría asegura que Oswald era un agente del espionaje norteamericano —algo que aseguró la señora Marguerite, madre de Oswald, hasta su último aliento en 1981— al que la agencia utilizó y luego entregó en bandeja de plata como chivo expiatorio del crimen político.

"¿Cómo un marine del Ejército de EE UU pudo traicionar así a su país?", se pregunta un joven
En el conocido como ‘Grassy Knoll’, epítome local de la teoría conspiratoria, sobre la hierba de un montículo famoso pese a su insignificancia, Jerome Mead acusa a los soviéticos del crimen. Mead hace referencia al famoso hombre del paraguas, ese sujeto que se ve en algunas instantáneas de la época y que, incomprensiblemente, portaba un paraguas negro abierto a pesar del día soleado y seco. “Eran tiempos de guerra fría”, explica este joven de 27 años, casi nacido cuando ya no existía el Muro de Berlín. Según su relato, el dirigente soviético Nikita Kruschev no perdonó a Kennedy haber tenido que dar marcha atrás tras la crisis de los Misiles y puso precio a su cabeza. “El paraguas era una señal”, dice misterioso.

Y por supuesto está la prueba irrefutable de que Oswald abandonó EE UU para vivir en la URSS, donde conoció a su mujer y madre de sus dos hijas, Marina, y de donde volvió convertido en “un traidor comunista”, apunta Mead. “Quién sabe lo que pasó en la época en que Oswald vivió entre ellos [los comunistas]. ¿Cómo un marine del Ejército de EE UU pudo traicionar así a su país?”, se pregunta.

Un disparo, dos, tres… hasta cinco tiros dicen que se escucharon. Todos provenientes de arma cubanas. “¿No quiso Kennedy acabar con Castro?”, pregunta Harold Myers, que hoy vende chapas conmemorativas, sin casi darse tiempo a acabar para decir: “Pues fue Castro quien acabó antes con Kennedy”, asegura sin dar más explicaciones y acercándose a un grupo de doctores que se encuentran estos días en la ciudad tejana para una convención de cirugía cardiaca. Expuesto lo anterior, la teoría cubana tuvo su mayor defensor en el presidente Johnson, quien llegó a decir lo siguiente en televisión en 1968: “Kennedy intentaba llegar a Castro pero fue Castro quien llegó primero”.

Cae la noche sobre la Plaza Dealey y quienes no se adhieren a la versión oficial dan el día por concluido. Saben que esta semana es importante. Esta semana tendrán la atención de los medios de comunicación y Dallas conmemorará, por primera vez desde el magnicidio, el aniversario de la muerte de Kennedy. “¿Quién sabe?”, dice Scheiber, “puede que no haya que esperar otros 50 años para conocer la verdad”, asegura al añadir que el resto de los archivos clasificados del caso Kennedy deberían ser accesibles al público en 2017 y dar a conocer la verdad. Quién sabe.




Abraham Zapruder, piedra fundacional 
del periodismo ciudadano

Un fabricante de ropa para mujeres grabó por casualidad la secuencia del magnicidio de JFK

YOLANDA MONGE Washington 




Abraham Zapruder no volvió jamás a mirar a través de la lente de una cámara después del 22 de noviembre de 1963. “Me despertaba y revivía el momento una y otra vez. Tenía pesadillas”, declaró Zapruder tras admitir llorando que había visto su propia película demasiadas veces. En al menos dos ocasiones, durante su testimonio ante la Comisión Warren y años después durante el juicio en Nueva Orleans a la única persona que jamás ha sido encausada por el asesinato del presidente John F. Kennedy (Clay Shaw), Zapruder fue obligado por ley a testificar sobre la película que le cambiaría la vida.

La existencia de este hombre de 58 años volvió a la normalidad tras el magnicidio, pero “nunca pudo escapar a las consecuencias de haber estado tras la cámara aquel día”, explica a los medios estos días su nieta, Alexandra Zapruder.

JFK sigue muriendo una y otra vez en la película de Zapruder, un emigrante judío que a los 15 años dejó Rusia en busca del sueño americano que le llegó de la mano de la tragedia. El día que murió Kennedy, el cofundador de una fábrica de ropa para mujeres había olvidado su Bell & Howell 414 de 8 milímetros en casa. Un compañero le instó a que fuera a buscarla. Ambos aprovecharon la hora del almuerzo para asistir al paso de la comitiva presidencial que recorrería las calles del centro de Dallas.

Abraham Zapruder estaba en un lugar privilegiado para capturar lo que pasó
Subido en una plataforma de cemento de poco más de un metro, Zapruder estaba en un lugar privilegiado para capturar lo que sucedió aquel día de hace medio siglo. Con pulso firme, según se acercaba la caravana que transportaba a Kennedy, su esposa Jackie, el Gobernador de Texas, John Connally, y su esposa Nellie, Zapruder comenzó a filmar con película de color Kodachrome II. Grabó durante siete segundos y paró porque dejó de ver el coche en el que viajaba Kennedy.

Enseguida volvió a ver el flamante Lincoln Continental tocado por banderines estadounidenses. Zapruder volvió a filmar, de izquierda a derecha, a medida que la limusina se adentraba en Elm Street, sin imaginar que estaba a punto de grabar una auténtica ‘snuff movie’. Entonces fue cuando oyó un sonido similar a un petardo, y eso fue lo que pensó que era, un cohete de celebración. Y siguió filmando. Pero entonces la tragedia ya se había desencadenado y el coche huía veloz por la carretera camino al hospital, con el presidente herido de muerte.


En una entrevista en 1966, Zapruder explicó cómo estaba grabando, cómo veía a Jacqueline y al presidente saludar a la gente, cuando de repente observó que Kennedy se desplomaba sobre su mujer, sin entender qué estaba pasando. Fue entonces cuando oyó una segunda detonación. “Vi cómo se le abría la cabeza y empecé a chillar: ¡Le han matado, le han matado!, y seguí filmando hasta que el coche desapareció bajo el puente”.

Aturdido, Zapruder no se movió de su sitio. Harry McCormick, a sueldo del diario The Dallas Morning News, se dio cuenta de que tenía una cámara en la mano y se acercó a él para hacerle unas preguntas. Zapruder le dijo que no iba a hablar con nadie que no fuera una autoridad federal. McCormick le prometió que buscaría al jefe del Servicio Secreto en Dallas y le llevaría a su lugar de trabajo, la compañía de confección de ropa de mujer Jennifer Juniors, muy cerca del Depósito de Libros desde donde Lee Harvey Oswald acabó con la vida del presidente 35 de la nación.

En las horas que siguieron al magnicidio, Zapruder reveló la película y mandó hacer tres copias. Dos fueron entregadas una al Servicio Secreto y la otra al FBI. Por la tercera pelearon, chequera en mano, varios medios de comunicación y finalmente fue Richard Stolley, director de la revista Life en la costa oeste, quién logró el histórico documento. En una entrevista reciente, Stolley -85 años- aseguraba que ver la película y el tristemente célebre fotograma 313 –en el que se recoge el estallido del craneo del presidente fruto de la tercera bala- fue “el momento más dramático” de su carrera. Time pagó un total de 150.000 dólares a Zapruder y le prometió no publicar nunca el fotograma 313, el disparo fatal –el primero impactó en la carretera; el segundo en la garganta del mandatario-. En 1999, el Gobierno de EEUU acordó comprar la película a la familia del emigrante ruso por más de 16 millones, película que hoy se guarda en una sección de los Archivos Nacionales radicada en College Park, Maryland, a las afueras de Washington.

La noche de aquel fatídico viernes 22 de noviembre, en uno de los días más sombríos de la historia de EEUU, Zapruder regresó a su casa, preparó su proyector y mostró la cinta original a su mujer y su yerno. Su hija, Myrna, se negó a verla.

Para estar considerada la piedra fundacional del periodismo ciudadano, la cinta Zapruder, en sí, no es gran cosa: Metro ochenta de estrecho celuloide que contiene menos de 500 imágenes mudas de grano gordo y que tiene una duración de 26 segundos. Y sin embargo, es la prueba más importante en el que es, quizá, el crimen más discutido en la historia de la nación.

Excepto por unas cuantas imágenes fijas que publicó Life, pasaron años hasta que el público pudo ver lo que había filmado Zapruder. En 1969, cuando faltaba un año para la muerte por cáncer del hombre que emigró desde una ciudad de Ucrania –entonces perteneciente al imperio ruso- a Brooklyn, el filme se pasó hasta 10 veces ante el jurado en el proceso contra Clay Shaw en Luisiana. Oliver Stone la utilizó de tal manera en su memorable JFK que no dejó otra opción que la de creer que la muerte de Kennedy fue fruto de una inmensa conspiración que englobaba desde Lyndon B. Johnson; hasta la CIA; la Mafia; la industria armamentística e incluso la comunidad gay (Clay Shaw era un acaudalado hombre de negocios de Nueva Orleans que escondía su homosexualidad).

Pero no fue hasta marzo de 1975 cuando los norteamericanos pudieron ver en movimiento el horror contenido en la película Zapruder. Su exhibición provocó que se formara en la Cámara de Representantes un Comité especial para investigar la muerte de JFK –también indagó en la de Martin Luther King-. Al contrario que la Comisión Warren, el Comité sobre Asesinatos concluyó que la muerte de Kennedy fue el resultado de una conspiración que involucró a mútiples pistoleros.

“La película Zapruder no les aportará paz”, advierte Life Magazine en una obra especial que conmemora el 50 aniversario de la muerte del presidente más famoso de la historia de EE UU. “No es que sea ambigua, porque no lo es, sólo que la gente la verá y cada cual sacará una conclusión distinta”, asegura la revista. Cierto. Basta con ‘googlear’ el término Zapruder para que salten a la pantalla todo tipo de teorías de la conspiración y juegos de poder.

En los años sesenta, de las más de 200.000 personas que asistieron a ver el paso de la comitiva presidencial (un tercio de la entonces población de Dallas), solo un puñado grabó el acontecimiento. De esos, solo Zapruder captó el asesinato. En la era de los teléfonos inteligentes, en la época en la que la intimidad practicamente ha desaparecido de la vida, el mundo estaría ante miles y miles de potenciales Zapruders.




El Camelot de Kennedy sin conspiraciones

GUILLERMO ALTARES Madrid 17 NOV 2013 - 19:54 CET27


Rob Lowe como JFK en la película 'Matar a Kennedy'.


Camelot es el nombre con el que se conoce a la Casa Blanca de la época de JFK, por la mezcla que destilaba de poder, magia y juventud, por la sensación de que los Kennedy se habían convertido en reyes; pero también porque tenía su lado oscuro: no podemos olvidar que la reina Ginebra se escapó con Lancelot. Es imposible saber si esa imagen mítica hubiese llegado hasta nosotros si JFK no hubiera sido asesinado poco después del mediodía del 22 de noviembre de 1963, hace ahora 50 años, cuando su coche circulaba por la calle Elm de Dallas. Tampoco podemos saber si toda esa magia que rodeó su presidencia hubiese permanecido intacta de no haber sido por el magnicidio, el acontecimiento histórico que más teorías de la conspiración ha producido y que abrió una nueva era en los medios de comunicación de masas. Hace pocos días, la directora de The New York Times, Jill Abramson, escribió un largo artículo sobre la bibliografía en torno a JFK en el que explicaba que el mito había vencido a la historia porque, a diferencia de lo que ocurre con otros presidentes (como Lyndon B. Johnson con Robert Caro), Kennedy no tiene un gran historiador ni un libro que se pueda considerar definitivo e incontestable.

“Incluso los hechos más básicos sobre la muerte de Kennedy están sujetos a controversia. El consenso histórico parece haber dejado claro que Lee Harvey Oswald fue un asesino solitario, pero las teorías de la conspiración abundan, incluyendo a Johnson, la CIA, la mafia, Fidel Castro y una barroca combinación de todos ellos”, señala Abramson. Y no se puede decir que la bibliografía sea escasa: se han publicado unos 40.000 volúmenes sobre Kennedy. Al final, Abramson se queda con el relato que el gran escritor estadounidense Norman Mailer construyó sobre el asesinato sin caer en delirios conspirativos, a medio camino entre el periodismo, el ensayo y la novela de no ficción: Oswald. Un misterio americano (Anagrama).

La gran ventaja de Matar a Kennedy, la película para televisión producida por Riddley Scott que el canal National Geographic va a emitir este domingo a las 21.30 y Cuatro el próximo sábado en abierto, es que renuncia al mito para tratar de ceñirse a los hechos incontestables, trata de viajar a un Camelot sin conspiraciones. En su relato sobre el momento en el que Oswald dispara contra Kennedy desde la sexta planta del almacén de libros de la plaza Dealy, Mailer explica que la mayoría de los escépticos y conspiranoicos creen imposible que el asesino estuviese tan tranquilo y lograse escapar después de haber disparado contra el presidente. “Si uno asume que disparó contra Kennedy, la única respuesta posible es que fue capaz de superar las más férreas barreras de su mente: había matado al rey, lo que en términos psicológicos es el equivalente a romper la barrera del sonido”. Esos instantes cruciales de la historia del siglo XX están recogidos sin estridencias en el filme.

La película no convencerá a los aficionados a las teorías de la conspiración y desde luego no puede competir con la avalancha de argumentos tan arrolladores como tramposos que exhibe Oliver Stone en JFK; pero es una buena lección de historia que logra resumir en apenas una hora y media no solo la presidencia de Kennedy –desde la noche electoral de 1960 hasta la Crisis de los Misiles, que puso al mundo al borde del apocalipsis nuclear, pasando POR el desastre de Bahía de Cochinos, la fallida invasión de Cuba–, sino también el viaje que llevó a Lee Harvey Oswald a cometer el magnicidio (si, como apostilla tanta veces Norman Mailer en su libro, lo cometió).

Matar a Kennedy, basado en un libro de uno de los periodistas conservadores más conocidos de EEUU, Bill O’Reilly, trata de dejar pocos cabos sueltos: aparecen las dudas de JFK en los momentos de crisis, sus constantes infidelidades –compartió amante con el capo mafioso Sam Giancana, lo que no parece muy sensato para un presidente de EEUU– , sus profundos lazos con su hermano y fiscal general del Estado, Robert F. Kennedy (también asesinado cinco años después), hasta el vestido rosa de Jacqueline y la afición del presidente al musical Camelot, estrenado en Broadway el mismo año en que llegó a la Casa Blanca. Los delirios de grandeza de Oswald, un exmarine que decidió desertar a la URSS y luego volvió a Estados Unidos, que estuvo en el radar del FBI por su apoyo a la Cuba de Castro, obsesionado con saltar a la fama, también tiene un reflejo en el filme. En la reconstrucción lo que menos funciona es lo más difícil, las actuaciones: Rob Lowe resulta un poco afectado como Kennedy y Will Rothhaar exagera un poco los delirios de Oswald. Pero el conjunto es una buena recreación histórica y, sobre todo, ofrece hipótesis sensatas.

Como escribe el periodista Tim Weiner, ganador del premio Pulitzer, en su magnífica historia de la CIA, Legado de cenizas (Debate): “Un airado disidente que admiraba a Castro, de quien la CIA tenía razones para creer que se le podría haber reclutado como agente comunista y que buscaba un modo de regresar a Moscú a través de La Habana, estaba vigilando la ruta que iba a recorrer la caravana del presidente en Dallas. La CIA y el FBI jamás compararon sus notas y el FBI jamás estuvo cerca de seguirle pista. Aquello fue el preludio de la que sería su actuación en las semanas anteriores al 11 de septiembre de 2001: un caso de ‘flagrante incompetencia’, según declararía J. Edgar Hoover en un memorando redactado el 10 de diciembre de 1963 y que se mantendría en secreto hasta finales del siglo XX”. Al final, como tantas veces, la explicación más sencilla parece la verdadera.



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