jueves, 26 de diciembre de 2013

665.- India: la cuna de la pobreza

Una mujer prepara comida en el slum de la estación de tren de Varanasi (India). Octubre de 2013 (Foto: Juan Luis Sánchez)


India: la cuna de la pobreza

Parada en el andén de la miseria

Alrededor de las vías del tren de la mayor estación del norte de India se extiende un slum abandonado

Los niños trabajan robando entre los trenes y su vida juega a la ruleta rusa con cada picadura de mosquito

El 38% de los habitantes de una de las ciudades más importantes de "la potencia emergente" vive en poblados chabolistas

Juan Luis Sánchez - Varanasi (India) 
Eldiario.es

Varanasi (India), 2013. Foto: Juan Luis Sánchez

La dignidad de los comerratas

A Jyoti la llaman comerratas. Sostiene a su hermana en brazos y camina sin resbalar por el fanguizal que es hoy su aldea después de la lluvia. Dice que tiene 19 años y parece que son 13: figura menuda, ojos de niña que ya no juega, un adorno en la nariz.

A Jyoti la llaman comerratas, como a toda su familia. Viven en la aldea de Kapil Dhara, a unos kilómetros al norte de la ciudad sagrada de Varanasi (Benarés), en el corazón del valle del Ganges, una explanada eterna que es el paraíso de los dioses hindúes y budistas y una ciénaga para sus mortales. En los 10 kilómetros que separan el río santo de la aldea de Jyoti se extiende la vida en forma de pasta densa y concentrada, como si no hubiera sido terminada de untar. Una pobreza urbana monocorde y contundente camufla entre borrones de suciedad escenas que ya por separado serían insoportables. El barro colecciona rostros, el agua encharcada hace tiempo que dejó de buscar una alcantarilla, los edificios son tela raída.  


En el epicentro mundial de la superpoblación las leyes de la física mutan; las motos y los coches están libres de las reglas de la inercia, sus conductores no sienten miedo; los que pasean no pasean, atraviesan corrientes de tráfico y esquivan hombros; la gravedad no afecta a las estanterías de las tiendas, que acumulan telas, zapatos y semillas que a pesar del bullicio están ahí para no ser vendidas nunca; las ruedas de las bicicletas y los rickshaws no se pinchan a pesar de que el asfalto de las calles está enterrado en polvo y basura, agujeros y piedras; los hombres resisten recostados sobre cualquier esquina el murmullo infartado de las bocinas, que no se avisan sino que conversan.

Junto a la vía del tren desde donde los turistas se asoman al trauma por las ventanillas, una mujer amasa y pone al fuego tortas de trigo para acompañar la poca cosa que baila en los cazos y sartenes. A un metro de ella duerme su último bebé, sobre una bolsa de tela que una vez fue un saco de 50 kilos de azúcar blanca, manufacturada y extraída de las interminables cosechas del país.

La caña de azúcar es con el arroz o el trigo la base de la actividad económica de India, la "gran potencia emergente", dicen los titulares, la tercera en el ranking de FMI de economías mundiales. El PIB crece con la producción y exportación de azúcar, pero de su cultivo malviven los pobres; y de su desecho, de sus bolsas y palos, están construídas sus casas y sus camas.

Sentado con dos amigos sobre una de esas bolsas de azúcar llena de basura, el pegamento entrecierra los ojos de Saurabh. Un trapo mugriento sale y entra de su bolsillo a cada poco. Esnifan, se ríen y controlan la hiperactividad de los más pequeños. Duermen entre plásticos, roban plástico, venden plástico y se drogan con plástico. El agua lo encharca todo, las heces de animal lo manchan todo y al atardecer despiertan los mosquitos con los que miles de personas en el slum de la gran estación de tren de Varanasi (Benarés) juegan a la ruleta rusa: cada vez que un insecto aprieta su gatillo contra la piel se disparan las posibilidades de que vaya cargado de encefalitis japonesa, dengue o malaria, que afecta a 24 millones de personas cada año en India. Al norte de las vías y los andenes se extienden kilómetros cuadrados de barro, chabolas y un remolino constante de niños.




Un niño aspira pegamento en el slum de la estación de tren de Varanasi (Foto: Juan Luis Sánchez)

Los chavales trabajan en la estación, o más bien de la estación, parasitando la enorme actividad humana que genera el principal nodo de comunicaciones del norte de la India: rellenan botellas de agua en fuentes públicas y las venden a 5 rupias dentro de los trenes; piden dinero entre vagones con hermanos pequeños en brazos, roban carteras tirando de picaresca; sacan el combustible de las locomotoras, limpian zapatos, se prostituyen. "Mi vida está arruinada, pero me gustaría que la de mis hijos fuera mejor y en este ambiente va a ser imposible", dice Sandosh Punjab, una madre de 3 hijos y 5 hijas.

Muchos son huérfanos o huyeron de sus padres; también hay familias enteras, unas 200 con 8 personas de media cada una, que acudieron a este cajón de miseria pensando en alguna oportunidad. En la parte de atrás de la casa donde un hombre fabrica bolsas grandes de tela cosiendo otras más pequeñas, un grupo de mujeres sentadas una tras otra en la puerta se quita los piojos en conversación animada como de peluquería.




Parte de una familia en el poblado chabolista de la estación de tren de Varanasi (Foto: Juan Luis Sánchez)

No es sencillo entrar y salir de este campamento, pero el respeto a Manju lo apacigua todo a su paso. "La mayoría de estos niños son delincuentes, pero es lo único que pueden hacer para sobrevivir o para satisfacer a sus padres", nos cuenta mientras caminamos por los rincones empantanados esta misionera del sur de India que renunció a evangelizar para venir a una zona del país done los cristianos no son ni el 1% para centrarse en "rescatar niños", en salvar vidas, aunque sea una a una. Su organización, Dare, hoy es el único agente social que tiene una actividad de ayuda permanente dentro de este slum, en el que ya se han dado por vencidas muchas ONG de todo tipo, y cuenta con un pequeño centro de acogida donde intenta resguardar a una treintena de niñas, para que vivan al menos durante la semana y se alejen de las chabolas.

Son las siete de la tarde y las chicas se preparan para dormir. Preeti tiene 13 años y presume de sus notas en el colegio, donde se ha incorporado a un grupo de alumnos mucho más pequeños que ella. Su madre le obligaba a pedir en la estación con su hermano pequeño en brazos, durante todo el día. Los centenares de rupias que ganaban desaparecían pronto. "Cuando llegan aquí, siempre tenemos el problema de que al tiempo empiezan a escaparse y volver. Y luego tenemos el problema de que algunas reniegan de sus familias, se avergüenzan de proceder de la estación, y también trabajamos para que no pase", cuenta Manju. 

En Varanasi hay al menos 227 poblados chabolistas reconocidos oficialmente. Parchean el mapa de la ciudad y concentran al 38% de los 1,2 millones de habitantes de la ciudad. Hay una veintena de organizaciones que intentan llegar a donde el gobierno no puede, paralizado por la corrupción, los sobornos y las mafias. En muchas calles hay bombas de agua para el abastecimiento público con una profundidad mínima de unos 40 metros para garantizar cierta salubridad; muchas no funcionan. Nadie las repara aunque se pague y las familias acaban por instalar la suya propia en casa, por un método más artesanal, más barato y que saca agua para beber a apenas 10 metros de profundidad, llena de vertidos, bacterias y restos de la defecación pública, que es costumbre entre la población con menos recursos y menos formada en hábitos de higiene.





El slum de la estación de Varanasi, con las vías del tren a la derecha. El agua encharcada es fuente de infecciones y provoca la aparición de mosquitos, que transmiten enfermedades mortíferas de animales a personas vulnerables como los niños. 

Ninguna ONG, ningún proyecto de asistencia, pondrá solución al problema de que solo en esta ciudad casi medio millón de personas vivan en estas chabolas, pero mirando a los ojos de los que aprenden las herramientas para salir del fango es imposible pensar que no sirven de nada los pequeños heroísmos en forma de ayuda. En India, el algo no está igual de lejos del infinito que la nada. 
Lo del infinito es una abstracción obscena para la familia de Ramjan, que vive en una caseta minúscula también rodeada de bolsas de arroz sin arroz, en otro slum de la ciudad, más urbano. Vienen de un estado al este de Uttar Pradesh, cosa que en India, que es más un subcontinente que un país, equivale a decir que son inmigrantes. Parece que acaban de llegar y llevan ahí 20 años, empleando a los 7 miembros de la familia buscando entre la basura para venderla a las mafias del reciclaje y ganar unas 4.000 rupias al mes, 47 euros. 
Dos calles más allá encontramos la penúltima vuelta de tuerca de la pobreza sometida de un país que siempre esconde un apretón más. Un edificio en galería alberga talleres de reparación de bicicletas y un telar donde 12 máquinas tejen bajo supervisión adolescente. La escalera de cemento visto conduce a la azotea. Allí se apelotonan las casetas de 50 familias, que pagan un alquiler por vivir su miseria en el techo. A 10 metros de altura, con el lujo de no tener barro a la puerta de casa.




La estación de Varanasi recibe más de 300.000 pasajeros al día. En los trenes trabajan niños que viven entre el andén, el vagón y la chabola (Foto: Juan Luis Sánchez)

La locomotora de la economía india acelera en las vías internacionales de la alta rentabilidad, a un ritmo del 7% cada año. En el tren, casi vacío, viajan empresas de software, corporaciones agrícolas y graduados en el extranjero. Por el camino se quedan millones de personas, casi la mitad de la población, tiradas en el andén de la miseria.






Uttar Pradesh es el estado de India que alberga el valle del río Ganges, tan rico y fructífero que es considerado una diosa para el hinduismo. De sus tierras sale el arroz, el trigo, la verdura o el azúcar que consumimos en otros países. Es también el estado más superpoblado del país y el más pobre. En la imagen, una mujer prepara comida junto a las vías del tren en un slum de Varanasi. (Foto: Juan Luis Sánchez)





La tasa de mortalidad en India es del 66‰, es decir, mueren 66 recién nacidos en su primer año de vida por cada 1.000 partos. En la imagen, un niño asoma a la puerta de su casa en una aldea a las afueras de Varanasi. (Juan Luis Sánchez)





Dos mujeres limpian los platos y utensilios de cocina con barro, a falta de jabón y estropajo, en la aldea de Kapil Dhara, a unos kilómetros al norte de Benarés. (J.L.S.)




Una mujer cose hojas para fabricar coronas que se venden para emplatar comida en fiestas y eventos familiares. Es una de las pocas actividades económicas no humillantes que socialmente se les tiene adjudicada a las castas más bajas de la sociedad india. (J.L.S.)




Un hombre trabaja con caña para fabricar paredes y techos de las viviendas de una remota población al norte de Gorakhpur, a unos 10 kilómetros de la frontera con Nepal. (J.L.S.)
   



Hay 227 'slums', poblados chabolistas, en Benarés. El 38% de la población de esta ciudad, que tiene 1,2 millones de habitantes, vive en estas condiciones de pobreza extrema. (J.L.S.)



   

Un hombre cose bolsas de azúcar en su chabola. Las bolsas vacías de azúcar se usan para almacenar basura que luego será vendida para que sea reciclada. India es el segundo mayor productor de azúcar del mundo, detrás de Brasil, y el cuarto exportador, pero la pobreza devasta las zonas donde se cultiva la caña. (J.L.S.)
   




La población de Uttar Pradesh ha crecido en la última década más de un 25%. En la mayoría de las provincias, por encima de un 35%. Enfermedades ya erradicadas en otros lugares, como la encefalitis japonesa, que tiene vacuna, sigue provocando cientos de muertes al año.
   




Un grupo de niños asiste a 2 horas de clase al día gracias a una profesora de una ONG local que se desplaza hasta la puerta de su chabola. Cuando terminan la clase, los menores siguen con su trabajo: la recogida de basuras. (Juan Luis Sánchez)



   

El estado de Uttar Pradesh es el más poblado de India. Tanto, que si fuera un país, sería uno de los cinco más poblados del mundo, con 200 millones de habitantes. 






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