jueves, 24 de octubre de 2013

632.- Gitanos del siglo XXI


Belén Palacio y Anotnio Maya, ambos de 33 años, con sus hijas. / ALFREDO CÁLIZ


Gitanos del siglo XXI

Identidad, valores y sentido de pertenencia a un grupo. Más allá de eso, muchos echan abajo estereotipos y han dejado de aislarse. Esta es la historia de quienes reclaman con naturalidad su integración en la sociedad española

Por VÍCTOR NÚÑEZ JAIME 

Hay una frase que aparece con frecuencia en la vida de Sara Giménez: “es que no pa­­reces gitana”. Sara tiene 35 años y en el año 2000 se convirtió en “la primera abogada gitana de Aragón”. Sus padres siempre se han dedicado a la venta ambulante y, a diferencia de sus tres hermanos, esta mujer de pelo largo, ojos grandes y discurso bien estructurado se propuso terminar una carrera universitaria. Tiene en Huesca su propio despacho, donde se encarga de casos relacionados con el derecho civil, penal y administrativo. Pero desde que se dio cuenta de que uno de sus primos tenía problemas para alquilar un piso o para encontrar trabajo, “por ser gitano”, comenzó a enfocarse en casos similares para “luchar a favor de la igualdad”. Fue Sara Giménez quien, en diciembre de 2009, después de casi una década de agotar las lentas instancias jurídicas nacionales, consiguió que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminara que a María Luisa Muñoz, una mujer que se casó únicamente por el rito gitano y no ante el Registro Civil, le concedieran la pensión de viudedad. “Al habérsela negado, el Estado español cometió un acto de discriminación”, sentenció el tribunal. Ha sido ella, también, quien ha tenido que defender a jóvenes gitanos a los que les niegan la entrada a una discoteca o a mujeres a las que, “por su condición étnica”, no les permiten estar en una piscina. “Veo que todavía sigue existiendo un rechazo bastante grande hacia la comunidad gitana. La imagen que tiene ante los demás se sigue basando en prejuicios y estereotipos. Pero somos muchos los que llevamos una vida cotidiana muy normalizada y parece que somos invisibles”, dice antes de contar que no le gusta oír aquello de “es que no eres gitana” porque lo es y sigue conservando los valores y tradiciones de su cultura. “¡Ya está bien de tanto sesgar y estigmatizar!”.

Una tarde sofocante, la pequeña Elizabeth corretea por el salón de su casa, decorado con una serie de cuadros de un chico con un caballo negociando un trato, buscando la atención de sus padres. Todavía no tiene los dos años y cuando sus dos hermanas mayores quisieron llevársela a su habitación para jugar, la nena chillaba como si le hubieran quitado un caramelo. “Luego vienes, hija”, le dijo su madre con media sonrisa y a continuación cerró la puerta. Las voces de Antonio Maya y Belén Palacios comienzan a armar su propia historia sobre el ligero ruido del aire acondicionado. Cada tanto, los dos subrayan que, por ser gitanos, han tenido que esforzarse el doble en sus vidas. “Ya sabes”, dice Antonio, “la pa­­labra gitano posee una connotación negativa y cuesta trabajo echarla abajo. Hemos avanzado mucho, hay quien se ha dado cuenta y las cosas han cambiado un poco, pero solo un poco”.

Sara Giménez: “¡ya está bien de tanto sesgar y estigmatizar a los gitanos!”

Antonio y Belén eran unos muchachos de 20 años cuando se conocieron en el centro de Madrid. Ella vivía (“siempre muy protegida”) con sus padres en la capital, adonde él había llegado desde Jaén y estaba en primero de Bellas Artes. “Nos pedimos y luego ya, pues… ¡nos escapamos!”, cuenta Antonio con una sonora carcajada como remate, sentado, junto a Belén, en unos sillones color marrón mientras beben agua fresca para aplacar el calor. Ambos reconocieron que al principio algunos miembros de su familia no estuvieron de acuerdo con “la escapada”, pero, como en el fondo ese acto implicaba “casarse”, pronto dejaron de darle importancia.

Hablar de las costumbres gitanas es hablar de identidad, de valores y de sentido de pertenencia a un grupo. Así lo había especificado días antes Valentín Suárez, a quien muchos llaman con respeto “Tío Valentín”. Este señor de 65 años, canas y gafas gruesas, ha dedicado buena parte de su vida a promover la cultura de su comunidad. Vive en Mérida (Badajoz), es “un adicto” a la lectura y ha estado vinculado a diversas asociaciones españolas y europeas “trabajando a favor de los gitanos”. Con frecuencia acuden a él personas que tienen algún conflicto entre ellas. Tío Valentín escucha a las dos partes, reflexiona y les propone una solución. “Pero no creas que soy un patriarca, ¿eh?”, se apresura a aclarar, “simplemente hay quien se acerca a mí porque confía en mi experiencia y considera que le puedo ayudar”.

Suárez matiza que hay una serie de hábitos que los gitanos poco a poco han ido cambiando. “Conservamos el respeto a los ancianos y las creencias religiosas, por ejemplo. Pero ahora nuestra sociedad está inmersa en un proceso de mutación, algo que representa un dilema: progresar dejando de ser gitanos o no progresar para continuar siéndolo. Yo creo que hay que adaptarse a los cambios sin dejar de ser gitanos”, resume con voz pausada.

Para muchos, serlo es aferrarse a la religión, sobre todo a la evangélica, y acudir como mínimo una vez a la semana para celebrar lo que llaman “el culto”: una serie de oraciones encabezadas por un pastor y varios cantos alegres y festivos para hacer agradecimientos o peticiones.

Está apareciendo un nuevo perfil a favor de la convivencia, una nueva manera de ser gitano”
Nacido en Santa Marta de los Barros (Badajoz), Valentín Suárez ha dirigido, además, campamentos para jóvenes gitanos en ciudades como León, Pamplona y Barcelona. Quizá por eso durante una charla agrega que “con el aumento de nuestros jóvenes universitarios está apareciendo un nuevo perfil a favor de la convivencia. Ahora hay, digamos, una nueva manera de ser gitano”.

Después de unir su vida a la de Antonio, Belén decidió romper el “esquema tradicional” de su familia y comenzó a trabajar. “Es que esto es como las payas antiguamente, que estaban siempre en casa hasta que una se lanzó. Pues así también pasa con las gitanas”, asevera. Hoy es vendedora en el área de perfumería de un almacén y confiesa que no le contó al instante a sus compañeros de trabajo que es gitana. “Pero un día algunos de ellos estaban hablando sobre los gitanos: ‘Ay, es que los gitanos traen la droga. Ay, es que los gitanos roban. Ay, es que los gitanos no saben conducir. Ay, hoy traigo las uñas como una gitana’. Escuché eso y defendí lo que es ser gitano y les dije: Yo soy gitana”. Antonio añade que serlo no es llevar una pancarta que lo diga, que no es ser “otra especie”. “La mayoría somos comunes y corrientes, como los demás. Cada quien con su forma de ser, eso sí. Es verdad que algunos son muy cerrados, pero cada vez más nos relacionamos con todo mundo. Aunque… hay algunos payos a los que no les gusta”. Antonio lo dijo por su hija primogénita, una niña de nueve años a la que “sus compañeros de clase molestaban por ser gitana”. Belén lo recuerda con cierta pesadumbre, sobre todo porque la niña lo pasaba muy mal y llegó a tener pesadillas. “La cambiamos a un colegio público bilingüe, donde aprende inglés, y ahora está muy a gusto. Es una pena que todavía hoy ser gitano te perjudique, ¿no?, que te juzguen sin antes conocerte”.

Vagancia, peleas, drogas, machismo, estafa… Las palabras que han acompañado la cobertura mediática acerca de la comunidad gitana no forman parte de una visión falsa. Pero sí incompleta. Los estereotipos y los prejuicios que, durante siglos, la sociedad ha atribuido a los gitanos han mermado su derecho a la igualdad, el respeto a la diversidad y han dificultado su inclusión en el trabajo, la vivienda, la educación y el ocio. Cuando el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) quiso averiguar en 2005 la “percepción social de la comunidad gitana”, descubrió que a más del 40% de los españoles les molestaría “mucho” o “bastante” tener como vecinos a gitanos. A uno de cada cuatro españoles no le gustaría que sus hijos estuviesen en la misma clase que niños de familias gitanas. En consecuencia, concluyó el CIS, esta comunidad continúa siendo el grupo social más rechazado, por encima de los expresidiarios, los alcohólicos, los de extrema derecha y los inmigrantes.

 
Hristo Stoichkov; su hijo, Suati, y su novia, Mariya Tsvetanova. / A. C.


Una visión panorámica desde la Fundación Secretariado Gitano (FSG) sobre los 750.000 gitanos que hay en España mostraría que casi la mitad de ellos son jóvenes (con una edad media de 28 años). Que el 70% de los mayores de 16 años son analfabetos absolutos o funcionales. Que el 36% está en paro. Que un 12% todavía vive en infraviviendas y un 4% en chabolas. Que la mayoría no están obstinados en formar guetos, ni se niegan a convivir con el resto de la sociedad, ni son folclóricos flamencos, ni se desplazan en carromatos o mulas, ni se limitan a ofrecer ajos y romero, ni bailan a diario, ni se pelean a diario. Es verdad, sin embargo, que para muchas familias la venta ambulante sigue siendo su principal sostén. El 24% de los gitanos que trabajan son autónomos. Es decir: tienen sus propios negocios en un local o en algún mercadillo.

De los 750.000 gitanos de España, un 12% aún vive en infraviviendas, y un 4%, en chabolas.
Isidro Rodríguez no es gitano, pero desde hace dos décadas trabaja en la FSG. Desde 2005 la dirige y ha promovido una red europea para procurar que los fondos sociales de la Unión tengan impacto en la inclusión de los gitanos. En todo el continente, dice, hay unos 12 millones de gitanos. “Pero si comparamos la situación de los nuestros con el resto de los países de Europa, vemos que los de aquí están mejor. Porque el sistema español tiene protección social y programas para disminuir las desigualdades. Es mejor en términos de situación social, acceso a derechos e, incluso, en términos de imagen social, discriminación y racismo. La situación es mucho peor en los países del este de Europa. Pero también en países como Italia y Francia”.

Rodríguez se refiere a hechos como la serie de crímenes contra gitanos que entre 2008 y 2009 conmocionaron a Hungría, donde el 8% de sus 10 millones de habitantes son gitanos y donde Jobbik, un partido local de extrema derecha, con 43 diputados en una Cámara de 386, concibe a los gitanos como “un grupo de vagos que viven de subsidios, entregados a tener hijos y a cometer hurtos”. Y a los desalojos y expulsiones sistemáticas a los que se enfrenta la población gitana de Francia e Italia, países que, además, en varias ocasiones les han negado el acceso a la vivienda, la sanidad, el trabajo y la escuela.

Al ser preguntado sobre si el Estado español y el propio organismo que él dirige actúan esencialmente de forma paternalista, Rodríguez responde que “el paternalismo está en algunas administraciones públicas que no tratan a las personas como ciudadanos. No debería ser así porque de lo que se trata es de que avancen en sus derechos, pero también en sus deberes. Lo que necesita la gente para cambiar son oportunidades. La comunidad gitana ha avanzado mucho, pero parece que la sociedad española todavía no se ha dado cuenta. Hoy los gitanos son parte de la cotidianidad”.

 
Jesús Soriano, de 17 años, responde a sus amigos que la vida gitana es "igual que la de ustedes". / A. C.

Juan de Dios Ramírez Heredia es presidente de la Unión Romaní, una ONG que en España y otros países persigue el reconocimiento de la cultura gitana, y sostiene que el principal avance histórico que han tenido es en materia de educación, “aunque hoy la gran batalla es contra el abstencionismo escolar.”, puntualizó. “Además hemos tenido grandes avances en nuestras libertades públicas y en el bienestar social. Pero tenemos que seguir luchando contra los estereotipos que refuerzan una imagen nefasta de nosotros.”

Buscando las oportunidades que brinda el “modelo español” y buscando ser parte de la cotidianidad, unos 40.000 gitanos de Europa del Este, según estima la FSG, han llegado a la Península. Hace ocho años, Hristo Stoichkov vino desde Bulgaria y comenzó a trabajar en un restaurante de Madrid. Hristo es un hombre grueso, moreno, de baja estatura y frente amplia que hoy tiene 38 años y “un español muy fluido”, dice, “porque antes no hablaba nada, nada”. Conversamos un mediodía en el barrio de Pan Bendito, al sur de la capital, mientras Suati, su hijo de nueve años y mirada traviesa, hacía un dibujo.

Poco después de que Hristo se instalara en España, su esposa y su hijo llegaron para vivir con él. Las cosas se torcieron el día que ella empezó una relación con otro chico. “El niño se quedó conmigo y al poco tiempo los dos volvimos a Sofía, la capital de mi país, y comencé trabajar como taxista”, cuenta cruzándose de brazos.

Un día, en ese taxi, conoció a su actual pareja. Mariya y Hristo están juntos desde entonces. “La verdad es que mis padres no aprueban nuestra relación. Yo soy blanca y no soy gitana. Y él es moreno y gitano. Es que en Bulgaria hay mucha discriminación”, acotó Mariya Tsvetanova, de 27 años, también presente en la charla.

Hoy, Hristo, Mariya y Suati viven en España porque, para este exminero, “aquí ser gitano es menos malo que en Bulgaria. Nunca he seguido completamente las tradiciones gitanas, pero soy gitano y soy normal y ya está. Nos gusta la ciudad, los dos trabajamos en una pizzería y pasamos los días con tranquilidad”.

Somos gitanos, pero no como los de la tele. No todos robamos, ni pedimos limosnas”.
Los que no tienen trabajo y pasan los días muy angustiados son Gheorghe y Alina, una pareja de gitanos rumanos, con dos hijos, que ahora viven en un edificio gestionado por Cáritas. Gheorghe está en el paro desde hace cuatro años, y Alina desde hace año y medio. El día que fui a visitarlos, Gheorghe dijo que no ha dejado de echar currículos y ya estaba desesperado porque no ha conseguido nada. “Vivimos de la renta mínima que nos da el Gobierno”, aclaró en el comedor de su austero apartamento.

Gheorghe y Alina se conocieron en una discoteca cuando ambos tenían 16 años. Pronto se casaron y pronto, también, fueron padres de una niña que ahora tiene 14 años. Gheorghe trabajaba como albañil en Rumanía y ganaba el equivalente a unos 300 euros al mes. Uno de sus colegas se había venido a España, siempre le contaba que le iba muy bien y Gheorghe no lo pensó dos veces: hizo una pequeña maleta y viajó a Lleida. “Mi amigo desapareció. Lo pasé muy mal, pero afortunadamente conocí a un señor que me ayudó a encontrar trabajo. Volví a por mi mujer y mi hija a Rumanía, vivimos seis meses en Lleida y luego nos vinimos a Madrid”.

Gheorghe cuenta que en Rumanía él y su familia “hablaban gitano”, pero no practicaban “costumbres antiguas” como, por ejemplo, comprar una mujer para casarse con ella. “Mi familia siempre ha sido pobre. Y la de Alina también, porque ella se crio sin padre, con su madre y su abuela. Nuestra boda fue muy modesta. No duró tres días, como muchos podrían pensar. Eso solo lo hacen algunos, los que tienen mucho dinero”.

 
Sara Giménez (derecha), de 35 años, se convirtió en 2000 en la primera abogada gitana de Aragón. / A. C.


En España, esta familia ha pasado ratos felices y momentos amargos. Gheorghe ha tenido que trabajar durante 12 horas, sin contrato y con constantes retrasos de su sueldo. El día que Alina se puso de parto, la señora de la casa donde trabajaba limpiando le dijo: “Vete al metro y ahí llamarán a una ambulancia”. Su hijo nació sietemesino y ella y su esposo quedaron indignados para siempre. “¿Esa señora no tiene corazón? ¡Pero si es que uno ayuda a un animal, con más razón a una persona!”, dice Gheorghe en voz alta. “Aunque eso es lo peor que nos ha pasado. Ahora no tenemos trabajo, pero en España nos hemos sentido bien. A la niña le gusta el cole, el bebé está bien atendido por la Seguridad Social. De vez en cuando vamos a la iglesia y al parque y nos hemos integrado bien en todo. Somos gitanos, pero no como los de la tele. No todos robamos, ni matamos, ni pedimos limosnas”.

A María Luisa Cortés también le suena la misma frase que a Sara Giménez, la “primera abogada gitana de Aragón”. María Luisa es gitana y, además, divorciada. Y eso, dentro de su propia comunidad, no está muy bien visto. Pero a ella le importó más su tranquilidad y la de sus tres hijas que guardar las apariencias. Tiene 45 años, el cuerpo delgado, la sonrisa fácil y el retrato de su nieto de dos años colgado en la pared. Nació en Jaén, pero llegó a Madrid a los seis años y se casó a los 22 con el único novio que había tenido hasta entonces. Fueron 17 años de matrimonio, “como gi­­tanos y ante el Registro Civil”, hasta que decidieron separarse porque él tenía unas ideas y ella otras, se limita a decir.

En torno a un vaso de té frío, sus palabras rompían el extremo silencio de su casa. “Me apetecía muchísimo independizarme. Yo ya trabajaba vendiendo ropa en un mercadillo. Me saqué el graduado. Ahora hago limpieza industrial. A mis hijas les he inculcado que estudien y trabajen, que salgan adelante, que convivan con todo el mundo, que se pueden conservar nuestros valores y tradiciones sin aislarse. Así lo he hecho yo. Y así lo hacen muchos otros gitanos”.

Supe de María Luisa gracias a Beatriz Gurdiel, que trabaja con Isidro Rodríguez en la Fundación Secretariado Gitano. Ella me llevó a casa de María Luisa y en el camino la conversación se centró en la persecución histórica del pueblo gitano y en el porqué de su cerrazón en ciertos momentos. Beatriz Gurdiel hizo una analogía: “Es como si tú vas varias veces a una discoteca y el grandullón de la entrada no te deja pasar. Siempre te dice que no por uno u otro motivo. Pues llega un momento en el que dices: ‘¿para qué vuelvo?, ¿para qué me acerco con la intención de entrar a ese sitio si el de la puerta me lo niega y los que están alrededor no dicen nada?’. Pues hay gitanos que intentan insertarse en el día a día de la sociedad, pero no se lo permiten y acaban aislándose. Es algo así… ¿O tú qué piensas?”

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