viernes, 30 de enero de 2015

860.- La dignidad de todas las personas


La dignidad de todas las personas


El hecho de que incluso la mayoría de la sociedad demande la llamada “prisión permanente revisable” no justifica su aprobación. Tal y como está proyectada, desvela la baja calidad real de la democracia española


TOMÁS S. VIVES ANTÓN 30 ENE 2015 

Desde la promulgación del Código Penal de 1995, que algunos llamaron el Código Penal de la democracia, se le han incorporado una serie de reformas variopintas con un denominador común: la constante elevación, directa o indirecta, de las penas privativas de libertad. La culminación de ese proceso es la llamada “prisión permanente revisable”, que el dictamen de la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados describe y justifica en los siguientes términos:

“La necesidad de fortalecer la confianza en la Administración de Justicia hace preciso poner a su disposición un sistema legal que garantice resoluciones judiciales previsibles, que, además, sean percibidas como justas. Con esta finalidad, siguiendo el modelo de otros países de nuestro entorno europeo, se introduce la prisión permanente revisable para aquellos delitos de extrema gravedad en los que los ciudadanos demandaban una pena proporcional al hecho cometido. En este mismo sentido se revisan los delitos de homicidio, asesinato y detención ilegal y secuestro con desaparición, y se amplían los marcos penales dentro de los cuales los tribunales podrán fijar la pena más ajustada del caso concreto”.

Como pone de manifiesto ese párrafo, la justificación básica de la introducción de la nueva pena se halla en la demanda social, es decir, en lo que se llama voluntad democrática del pueblo; pero, que una parte importante, probablemente mayoritaria, de la sociedad, demande el endurecimiento de las penas no constituye una justificación democrática. Ese modo de justificar olvida que la democracia no se reduce a la voluntad y los deseos de la mayoría sino que tiene otras exigencias definitorias: es un sistema político de ciudadanos que se reconocen como iguales en dignidad y derechos y que pretenden gobernarse por mayorías que tomen decisiones racionalmente fundadas y respetuosas con la dignidad de todos. Ser antiterrorista o juzgar negativamente los delitos violentos no significa ser demócrata. Eso lo hace espontáneamente casi todo el mundo, es fácil. 

Sin embargo, ser demócrata es difícil porque comporta un plus: reconocer como personas incluso a los que, a nuestro juicio, hayan causado los más graves daños sociales (y es claro que no cabe exigir ese reconocimiento a las víctimas de delitos de sangre; pero sí a los que dirigen la política criminal). 

Poner a las víctimas como eje de la política criminal es un error ético, pues o es exigirles una imparcialidad y objetividad imposible para ellas o es plegarse a una idea de la justicia distinta de la que debería imperar en una sociedad racional.

Esa irracionalidad se pone de manifiesto en la regulación española de las penas privativas de libertad. Hasta ahora, teníamos las tasas de delincuencia más bajas de Europa, con uno de los sistemas penales más duros. Pese a que, en esa situación, la delincuencia no parece crecer, las penas privativas de libertad, sí. Y ese incremento no se justifica en absoluto en aras de una mayor eficacia: si uno examina los sistemas penales de Occidente, comprobará que aquellos que tienen las penas más duras no son, ni con mucho, los que combaten con mayor eficacia la delincuencia. El endurecimiento de las penas más allá de ciertos límites parece, incluso, contraproducente. Si tomáramos como modelo Estados Unidos (que parece ser el que efectivamente tomamos), probablemente tendríamos alrededor de un millón de presos y una delincuencia bastante mayor y peor que la nuestra. ¿Es eso lo que queremos?

Ni siquiera se ajusta a los requerimientos formales del Tribunal Europeo de Derechos Humanos

La pena privativa de libertad, que por sí misma es un mal, sólo puede justificarse porque produzca un bien mayor que el mal que causa, pues causar daño al delincuente, sin obtener de ese daño una utilidad manifiesta, no satisface ni la justicia ni el deseo de hacerla: o responde a un deseo de venganza o a un sentido equivocado de lo que la justicia exige. Si el mal causado al delincuente no hace más que sumarse al que el delito produjo no tiene justificación posible.

Los nuevos “demócratas” olvidan ese pequeño detalle y parten de una concepción “talionar” de la justicia, que se pone de manifiesto en la inversión del sentido del principio de proporcionalidad constitucional: ese principio supone un límite del poder penal del Estado y, de ningún modo, un fundamento que legitime el incremento de las sanciones penales. La ley del talión es irracional, tanto si la igualdad entre el delito y la pena se entiende materialmente (ojo por ojo, diente por diente), pues en ese caso sería inviable si el delincuente fuera ciego o desdentado, como si se la concibe de modo valorativo. Pues el castigo no trata de añadir al mal del delito el de la pena, sino de tutelar los bienes y derechos de los individuos y de la sociedad. Es esa función de tutela, y no la igualdad con el mal del delito, lo que puede justificar la pena; y, en sistema democrático, cualquiera que sea la voluntad de sus miembros, esa tutela ha de llevarse a cabo respetando las exigencias que dimanan de la adopción de un sistema democrático, cuyo fundamento, como acaba de decirse, radica en la igual dignidad de todos. Por eso, una pena que lesione esa dignidad, incluso en el peor de los delincuentes, no puede considerarse un bien en una democracia.

Cuando se afirma por la Comisión de Justicia que seguimos el modelo imperante en el entorno europeo se oculta que esa semejanza es meramente nominal. Para demostrarlo, basta considerar el caso de Alemania. Introducida allí la cadena perpetua (lebenslange Freiheitsstrafe),se planteó una cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional alemán que, tras llevar a cabo una profunda reflexión acerca de la misma, concluyó que la cadena perpetua en sí misma podía ser conforme a la Constitución siempre que dejase al penado una posibilidad real de libertad y reinserción. Tras un período de tiempo en que esa posibilidad la garantizaba el Gobierno, a través de la posibilidad de indultar, por ley del 8 de diciembre de 1981 se introdujo en el Código Penal un artículo 57a que establece la revisión periódica por parte de los tribunales, a partir de los 15 años de cumplimiento. Estos habrán de suspender la cadena perpetua siempre que se den determinados requisitos. El resultado de ese sistema es que el tiempo medio de cumplimiento en los delitos más graves es de 20 años, es decir, la mitad de los 40 que establecen hoy nuestras leyes.

¿No será que seguir los dictados de ciudadanos encolerizados resulta más rentable electoralmente?

A partir de esos datos es precisa una reflexión sobre la necesidad de la prisión permanente revisable pues, tal y como está proyectada, desvela la baja calidad real que cabe atribuir hoy a la democracia española. Ni siquiera se ajusta a los requerimientos formales establecidos por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la sentencia del 9 de julio de 2013, sino que, sólo aparentemente, cumple la exigencia material de proporcionar al penado una expectativa real de libertad y reinserción. Pues no podemos olvidar nuestra historia: en un país donde la liberación de ciertos penados no se ha producido ni siquiera cuando las penas temporalmente limitadas llegan a su fin (y basta recordar el caso Parot, al que cabría añadir otros), ¿cómo cabe esperar que los delincuentes a los que en el futuro se imponga dicha pena vayan a tener una oportunidad efectiva de recuperar la libertad? Y, si existe un peligro grave de que no la tengan, ¿cómo nos atrevemos a proponer su introducción? ¿Acaso es porque seguir los dictados irreflexivos de ciudadanos encolerizados resulta electoralmente más rentable que defender los derechos básicos, que constituyen los cimientos de la democracia? ¿Nos importan realmente los derechos constitucionales? ¿O invocamos la Constitución realmente sólo cuando nos afecta, mientras que, si pensamos que no nos incumbe, directamente la empleamos a modo de latiguillo retórico en el que no se pone ni fe ni entusiasmo?

Parece que, al menos, la mayoría de los políticos y juristas y la totalidad de los jueces debieran defender la dignidad y los derechos fundamentales de todas las personas con una decisión y un valor que hasta ahora no han demostrado. Y sería hora de que lo hiciesen para que este país gozase de una democracia de calidad y dejase, de una vez por todas, de ser el burgo sórdido del que hablaba don Antonio Machado.

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Tomás S. Vives Antón es catedrático emérito de Derecho Penal de la Universidad de Valencia.






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