martes, 1 de octubre de 2013

610.- Diálogo sobre la democracia

                                                                Ilustraciones: Alejandro Magallanes


Diálogo sobre la democracia

Las trampas de la fe democrática

Por Javier Sicilia

Enrique Krauze invitó a Javier Sicilia a presentar, en la pasada edición de la FIL de Guadalajara, su libro Redentores. Sicilia leyó una crítica elogiosa del nuevo título de Krauze pero en la que hacía no pocos reparos políticos. Publicamos una versión editada del texto original de Javier Sicilia y la respuesta de Enrique Krauze. Se trata de un debate insólito sobre la democracia y sus límites entre un luchador social de izquierda y un historiador heterodoxo, entre un pensador cristiano afín a cierto anarquismo y un liberal.

Entre el liberalismo y su expresión más clara, la democracia, que, supongo, es para Krauze el rostro civil y moderno del mejor profetismo judío y del mejor mesianismo cristiano, y la redención que, para el propio Krauze, expresa, en su “absolutismo político y su ortodoxia ideológica”, la distorsión profética y mesiánica, el autor de Siglo de caudillos opta, como siempre lo ha hecho, por la primera. Sin perder de vista la necesidad de una justicia social –de allí su interés por los redentores y por el diálogo con la izquierda–, Krauze opone a las propuestas totalizadoras de esos mismos redentores “la insípida, la fragmentaria, la gradualista pero necesaria democracia, que ha probado ser mucho más eficaz para enfrentar esos problemas”.

Desde un punto de vista teórico y ético es difícil no coincidir con Krauze. La ideología blanda del liberalismo que, a diferencia de las ideologías redentoristas que analiza en su libro, no tiene grandes verdades ni grandes revelaciones, ni tampoco promete grandes utopías ni cambios fundamentales, “es –como el propio Krauze lo dice en la citada entrevista con Conspiratio– más un método de vida que un gran diseño” político y social. Podría decirse que, amputado de su parte espiritual y teológica, el liberalismo de Krauze se parece más al mesianismo del Evangelio anunciado por los profetas que a sus interpretaciones redentoristas y clericales. Lo que, sin embargo, no parece mirar el autor de Biografías del poder, y por lo tanto nunca lo ha abordado en sus análisis, es que ese liberalismo, que se expresa a través del nosotros democrático, tiene un doble fondo que oculta una forma totalitaria disfrazada de libertad. En primer lugar, y como lo señala Fabrice Hadaj –ese filósofo de origen judío que lleva un nombre árabe y se confiesa católico–, la búsqueda de instalar al individuo dentro de un plan y un programa no son solo el fruto de los Estados totalitarios, sino también, y antes, el producto de la situación objetiva de la técnica y del mercado que están en el fondo de la sociedad liberal y que, bajo el peso de la producción, el consumo, la publicidad y la manipulación ideológica de la técnica, han ido destruyendo el esqueleto espiritual y moral del hombre. Nuestra era, bajo el liberalismo moderno, ya no es la de la cosificación del hombre del primer capitalismo, sino, dice Hadaj, la de “la pseudopersonificación [neoliberal] de las mercancías y sus sistemas técnicos que se convierten en nuestros modelos y matrices”. No hay que olvidar, por lo demás, que de la entraña del liberalismo o, mejor, de la búsqueda de justicia y libertad, que se paralizó bajo la cuchilla de la guillotina, surgieron, a partir de Hegel y de la idea del devenir histórico, las ideologías totalitarias, incluyendo la que hoy nos domina, la del mercado y su rostro más seductor por su ordenamiento y su poder: la técnica. En segundo lugar, Krauze, más allá de su profunda crítica a los redentoristas, no parece percibir algo que, en medio de las democracias y los Estados liberales, cuya fuerza radica en el monopolio legítimo de la violencia, comienza a aparecer por todo el mundo a partir de los zapatistas, del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, de los Indignados y de los Occupy: la decisión de no querer el poder.

Aunque es verdad que el poder político, particularmente en la democracia, emana de la gente, el poder que el Estado acumula a través de ella es un poder robado, no una simple acumulación de poder nacido de las urnas. En este sentido, la fuerza y la esencia negativa del Estado se encuentran en que en el fondo niegan lo que la democracia quiere decir, el poder del pueblo, el poder de la gente. Este “despoder”, ese poder negado en nombre de la libertad y del sufragio, tiene su correlato en la economía y los valores económicos, que los mismos Estados liberales protegen como una expresión de la libertad y de la democracia, y que Iván Illich y Jean Robert nombran el “desvalor”. Al igual que en la democracia hay un “despoder” robado por el Estado a la gente, en la economía moderna y sus producciones industriales y comerciales hay, dice Robert, una “parálisis de las capacidades autónomas de producción que los valores económicos están supliendo como las muletas suplen a las piernas”. Por ello, el desarrollo –esa terrible lógica de los Estados liberales que buscan a cualquier precio la inversión de grandes capitales para la producción de empleo– es el mayor enemigo de una verdadera democracia, en la medida en que destruye los tejidos sociales, paraliza las autonomías, genera un terrible desempleo, una profunda frustración, y fabrica, como lo vivimos hoy, un caldo de cultivo para la delincuencia. Esa realidad, dice Robert, desmiente las pretensiones “democráticas” de todas las “alianzas para el progreso” (empezando por el TLC y la Comunidad Europea) y de todos los pseudodemocráticos planes del Banco Mundial. Bajo la sombra del “desvalor” –que precede a cualquier valor económico– la economía deja de ser lo que era para Aristóteles: la autogestión de la propia casa, y se vuelve su contrario: la administración de la sociedad por la “ley de hierro” de la escasez. El desarrollo es la negación de la democracia, es la imposición del “desvalor” tanto en lo económico como en lo político.
En este sentido, el “despoder” en política, semejante a la construcción del “desvalor” en la economía, precede necesariamente a la instauración de cualquier poder.

Ciertamente no podemos escapar a lo político, pero creo que tanto nosotros como Krauze ganaríamos mucho si tomamos en cuenta esas negatividades para no darle una carta en blanco a las “democracias” liberales.




Diálogo sobre la democracia 2
Alejandro Magallanes


Aunque podemos discutir largo rato, con las izquierdas y las derechas duras, sobre el que la política implica una voluntad de tomar el poder, lo que no podemos discutir, y es lo que Krauze quiere demostrarnos a lo largo de toda su obra, es que, vuelvo a Jean Robert, “toda voluntad política implica una toma de posición frente al poder”. Para mí, dicha toma de posición debe ser una renuncia a él, un acto de profunda radicalidad democrática, porque, al renunciar a entrar en su lógica, rechazamos y acotamos lo que el poder nos roba de libertad.

Krauze tiene razón cuando frente a los redentorismos, que conducen a los Estados totalitarios, opone la humildad de la democracia. Sin embargo, obnubilado por ella, no la cuestiona. Lejos de hacerlo, la toma como un axioma del mejor de los mundos posibles en política. Pero el axioma es falso. Para saberlo, hay que remontarse a la democracia ateniense del siglo Va. C., mito fundador de las democracias modernas. La democracia ateniense, que estaba sostenida sobre una masa esclava, comenzó cuando en el año 506 a. C., Clístenes, mediante un acto autoritario y militar, relocalizó a los habitantes de Atenas.

Con ello –dice Jean Robert– los atenienses no descubrieron tanto la democracia como el poder [del Estado], es decir, el poder que no se ejerce ni en las calles [ni en las plazas públicas], sino [como hoy en día sucede] en consejos especializados y exclusivos.
Este poder, aun cuando lo llamemos democrático, está sostenido por la parálisis previa (el “despoder” y el “desvalor”) de las asociaciones libres, humanas y democráticas, que el poder llama “informales” y persigue y segrega como la democracia ateniense practicó el ostracismo sobre aquellos ciudadanos que adquirían demasiada independencia fuera de los lugares reservados para la política.

Aunque estoy de acuerdo con Krauze en que el camino a la democracia no es el de los redentores, sostengo, a diferencia suya, que tampoco es el de la democracia que administra el Estado. La verdadera democracia, la democracia en su sentido real, no es el voto ni las elecciones libres –aunque la apoyen–, no es una cuestión de administraciones institucionales ni de arreglos entre ellas y sus consejos especializados llamados partidos, cámaras y secretarías, mucho menos el libre mercado o el asalto al poder de los redentores; no es, en suma, un sistema, “sino –dice Douglas Lummis– un proyecto histórico que la gente manifiesta luchando por él”. O mejor, una experiencia que repentinamente aparece, en medio del invierno que produce el Estado, “el más frío de los monstruos fríos”, dice Nietzsche, y las fracturas de la historia, como una breve primavera. Es, por lo tanto, un aparecer, un milagro que la gente permite dándole voz y presencia a los sin voz y generando relaciones de confianza y de apoyo mutuo más allá de cualquier estructura administrativa, como sucedió en 1968, como sucede hoy con los zapatistas en sus comunidades, en los campamentos de los Indignados, de los Occupy, de la Primavera Árabe o en las grandes marchas y caravanas del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. No es una guerra ni una competencia. Son momentos dichosos en los que la igualdad, la libertad y la fraternidad se realizan en las fracturas del poder y de la historia.

Más que en la democracia pienso, para volver a la metáfora histórica y religiosa de Krauze, y como una alternativa a los redentores y a la democracia de los Estados liberales, en la conspiratio de la primera liturgia cristiana, aun enclavada en el Evangelio y en una profunda tradición judía, quizá la que revelan los verdaderos profetas. La conspiratio (de donde proviene el español “conspiración”)era un beso en la boca, una corespiración, un intercambio de alientos, de espíritus, que creaba una atmósfera común donde las diferencias quedaban abolidas y ya no había amo ni esclavo, gentil o judío, una atmósfera que en su fragilidad es fácilmente corrompible por el poder. Ese nosotros de la conspiratio no pertenece al mundo de la política en el sentido griego, que solo reconocía un nosotros entre los hombres libres deuna ciudad que ejercían, como hoy, sus funciones en consejos especializados y exclusivos, llamados partidos o cámaras. Tampoco pertenece al del ciudadano de la urbs romana, para quien, al igual que lo hace el Estado hoy, el nosotros era el estatuto administrativo de los que reconocían el imperio. Por el contrario, pertenece a la categoría del Reino que anuncian los profetas y el Evangelio, y que se expresa en las primeras comunidades cristianas que tenían todo en común. Una categoría que siempre reaparece donde, entre las fracturas del poder, los seres emergen en su humanidad y se hermanan y se aman libremente.

Lo anterior no es –como podrían criticar quienes, intoxicados por la falsa premisa del Estado hobbesiano, creen que “el hombre es el lobo del hombre” que necesita de un monstruo violento, el Leviatán, para administrar la vida en común– un rechazo anarquista y utópico de todo poder político. Por el contrario, es la presencia de seres que en su libertad obligan al poder a autolimitarse para que podamos reunirnos libremente, si no en el amor, al menos en la confianza que está en el corazón de los seres humanos.

Creo que Krauze podría abrir un espacio en su análisis para repensarlas en medio de la profunda crisis que viven los Estados y el mercado global que ha florecido con su auspicio y que anuncia algo nuevo. ~





Respuesta de Enrique Krauze: 
"Diálogo sobre la democracia: 
Conspiratio con Sicilia"


Por Enrique Krauze

Enrique Krauze invitó a Javier Sicilia a presentar, en la pasada edición de la FIL de Guadalajara, su libro Redentores. Sicilia leyó una crítica elogiosa del nuevo título de Krauze pero en la que hacía no pocos reparos políticos. Publicamos una versión editada del texto original de Javier Sicilia y la respuesta de Enrique Krauze. Se trata de un debate insólito sobre la democracia y sus límitesentre un luchador social de izquierda y un historiador heterodoxo, entre un pensador cristiano afín a cierto anarquismo y un liberal.




Ilustraciones: Alejandro Magallanes


La convergencia entre religión y poder ha sido siempre desastrosa. Javier Sicilia no confunde esos ámbitos. Sabe que la religión en el poder comienza en el anatema y termina en la inquisición, la quema de libros y personas. Sabe también que la religión que busca imponer sus dogmas al poder civil produce mentalidades y actitudes intolerantes. Y entiende los riesgos del redentorismo político, esa malformación religiosa en el cuerpo civil de la política que postula el advenimiento del hombre providencial cuya presencia resolverá, de una buena vez, los problemas de su país, y salvará a lasociedad de un orden injusto. Esa superstición sacrificó ayer a generaciones de revolucionarios y aún subyuga a muchos jóvenes latinoamericanos.

Sicilia y su Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad no encajan en esas categorías. A su paso, es verdad, la gente le cuelga cruces y escapularios, le manda cartas y peticiones, le dedica ruegos y oraciones. Pero Sicilia no representa a la Iglesia (es su crítico implacable), no impone los dogmas de su fe (es un hombre respetuoso de otras creencias y tradiciones) ni se cree redentor político. Sicilia es un anarquista cristiano opuesto por principio al poder. Su poder –mejor dicho, su autoridad– reside en acotar, vigilar, criticar y llamar a cuentas al poder, a los poderes. Por eso, su Movimiento por la Paz conJusticia y Dignidad fortalece a la democracia.

Su ensayo “Las trampas de la fe democrática” (Proceso 1832, 11 de diciembre de 2011) apunta en el mismo sentido. Es una crítica necesaria y oportuna al liberalismo, el mercado y la democracia, escrita desde una izquierda que cree en el diálogo como fundamento de la civilidad política.

Según Sicilia, el liberalismo “oculta una forma totalitaria disfrazada de libertad” que destruye el “esqueleto espiritual  y moral del hombre”. Esa destrucción, agrega, es obra de la técnica y del mercado, que oprimen al individuo a través de “la producción, el consumo, la publicidad y la manipulación ideológica”. En términos históricos, sostiene que de la entraña del liberalismo [...] surgieron, a partir de Hegel y de la idea del devenir histórico, las ideologías totalitarias, incluyendo la que hoy nos domina, la del mercado y su rostro más seductor por su ordenamiento y su poder: la técnica.

Sicilia confunde dos vertientes del liberalismo: el político y el económico. El liberalismo político es la invaluable matriz de leyes y costumbres políticas que en México debemos a los liberales del XIX, la misma que varios Estados en el siglo XX–señaladamente Alemania y la URSS– suprimieron, y que algunos estados del siglo XXI–China, Cuba, Norcorea– suprimen aún. A ese liberalismo político debemos el régimen de libertades que Sicilia practica: libertad de expresión, de creencia, de  pensamiento, de crítica, de movimiento, de prensa,  de trabajo, de sufragio, etcétera. Para elevary dignificar el debate de ideas en México y América Latina, es indispensable distinguir entre el liberalismo político y el liberalismo económico, y resaltar los aspectos republicanos de la libertad, que están antes y más allá del mercado. Esta revaloración del legado liberal nos permitirá rescatar las mejores tradiciones del socialismo democrático.

Mucho más grave que confundir o amalgamar el liberalismo político con el económico es atribuir al liberalismo una naturaleza “totalitaria”. Llamar “totalitario”al liberalismo no es solo vaciar a la palabra de contenido o relativizarla hasta la trivialidad: es torcer su sentido, tanto como llamar “esclavitud” a la libertad. Sicilia equivoca sus genealogías. El totalitarismo no nace, en absoluto, del liberalismo sino de corrientes ideológicas contrarias a él. El totalitarismo nazi se inspiró en el irracionalismo alemán. En 1935, Bertrand Russell (The ancestry of fascism) trazó la línea de filiación, que va de Fichte (padre del mesiánico nacionalismo alemán) a Carlyle (apologista del poder absoluto, del alma germana y sus mitos telúricos) y desde luego a Nietzsche (con su desprecio a los seres “inferiores” y su exaltación del “superhombre”), para desembocar en una torcida lectura racista de Darwin. Un ideólogo directo del nazismo fue Carl Schmitt, pero la raíz del delirio nazi (intrínsecamente antisemita) está en el propio Hitler. En cuanto al comunismo –ese otro enemigo de la “sociedad abierta”–, su inspiración, como demostró Popper, está en el historicismo. Su genealogía nace en Platón y desemboca en Hegel y Marx. Reconociendo estos antecedentes, Isaiah Berlin (siguiendo a Plejánov) pensaba que el principal motor ideológico del bolchevismo había sido Lenin.

El liberalismo político (el original y clásico) no tiene filiación totalitaria alguna. Todo lo contrario: es su antítesis filosófica e histórica. Como demostró Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, el totalitarismo representó (y representa aún) un régimen de dominación absoluta desconocido y distinto a las tiranías, despotismos o dictaduras anteriores en la Historia. El totalitarismo –agrega– encarna el “mal radical”, que en nombre de una ideología supuestamente verdadera, total e infalible, aniquiló en campos de concentración y de exterminio a decenas demillones de personas (después de privarlos de su personalidad jurídica y moral, de convertirlos en cadáveres vivientes y de cegar su memoria). Contra ese horror innombrable se alzó, en su momento mejor, el Occidente liberal. Y en nuestra América, el liberalismo político (casi siempre en posición minoritaria) ha combatido históricamente a los tiranos (con o sin banderas), a las dictaduras militares apoyadas por los Estados Unidos, a los generales genocidas del Cono Sur, a los sistemas políticos cerrados y hegemónicos, a los populismos, a las ortodoxias y clerigallas de derecha o izquierda, y al régimen cubano, que con su culto a la personalidad y su fanatismo ideológico (mezcla caribeña de Carlyle y Lenin) es el único caso de totalitarismo en América.

Vindicar la naturaleza y la historia del liberalismo, y distinguirlo tajantemente del totalitarismo, no significa cerrarlo a la crítica. La historia es un proceso abierto y ahora mismo nos sorprende con nuevas formas de dominación para las cuales el liberalismo clásico quizá no tenga aún las respuestas adecuadas. No sé si las encontrará, sé que las buscará: está en su naturaleza y su historia.

Por contraste, la crítica de Sicilia al liberalismo económico está llena de sentido. La codicia de los mercados financieros y la falta de regulación han sido las causas directas de la gravísima crisis por la que atraviesa el mundo Occidental. Sus reparos sobre la manipulación y el consumismo inherentes al capitalismo moderno son certeros. En efecto, esos mecanismos omnipresentes engañan, enajenan y envilecen a la persona. No me detengo en su crítica a “la técnica”. Siendo un tema vastísimo, creo que ciertos avances técnicos de la medicina moderna refutan esa condena genérica. Sobre el mercado (que es una institución milenaria), creo que Sicilia lo confunde con el capitalismo (mucho más reciente), pero comparto su repudio a la degradación que está en todas partes. ¿Qué hacer para combatir su fuerza destructiva? Para empezar, criticarla con eficacia. La crítica “holista” del mercado (la que lo condena sin más o lo anatematiza) ha impedido el florecimiento de otro tipo de críticas puntuales al productor de chatarra: la crítica de los productos mismos. Es un género que practica Mario Vargas Llosa (liberal en la política y la economía) en su despiadada crítica a la “cultura del espectáculo”.

La libertad de mercado debe regularse, pero sin libertad de mercado no hay innovación ni crecimiento. A Sicilia le importa, con razón, el combate a la pobreza y la desigualdad pero su visión elude experimentos exitosos de libertad económica que han conducido a un evidente progreso social. Menciono dos que me parecen ejemplares porque se despliegan en un marco democrático: la India, que ha sacado enormes contingentes humanos de la pobreza llevándolos a la clase media, y Brasil, que ha instrumentado reformas sociales con desarrollo económico, y ha liberalizado con éxito su sector energético. Los chinos han crecido y progresado aún más, pero China es una dictadura de partido. (Estoy seguro que Sicilia la repudia. ¿Desde dónde propone criticarla? Solo hay un lugar: la democracia y el liberalismo político.) Las experiencias de la India y Brasil son aplicables a México: los vicios del sector moderno de nuestra economía (que son, en gran medida, los del capitalismo y el estatismo monopolístico) requieren reformas estructurales que desaten el crecimiento y alienten la competencia en un marco de estricta regulación que impida abusos. Ningún discurso sobre la desigualdad y la pobreza puede ignorar estos hechos.

El rechazo genérico o ideológico al mercado tiene otro inconveniente mayor: limita y empobrece la imaginación económica. Esto lo entendió Octavio Paz, cuando a principio de los años setenta releía a los anarquistas y a Fourier para encontrar una vía distinta a los extremos viciosos del gigantismo capitalista y el estatismo burocrático. Paz y México encontraron esa vía en la obra de un economista heterodoxo, un ingeniero de la economía social, Gabriel Zaid. A lo largo de cuarenta años, en Plural, Vuelta, Letras Libres, Contenido y Reforma y en sus libros El progreso improductivo, La economía presidencial y Empresarios oprimidos, Zaid ha sostenido que el mercado puede ofrecer soluciones a la pobreza y desigualdad si se aprovecha de manera creativa, sin los bloqueos culturales e ideológicos de nuestras clases políticas y académicas (por ejemplo la mentalidad “empleocentrista”, que no solo no entiende, ni siquiera ve la importancia del autoempleo). Si lo que se requiere es la atención directa e inmediata a los que viven en la base de la pirámide, Zaid ha propuesto atenderlos por vías de mercado mediante la oferta de microcréditos oportunos, dinero en efectivo, medios de producción baratos y pertinentes a sus necesidades, todo para fortalecer la autonomía personal y comunitaria, y alentar la formación de pequeños empresarios y microempresarios.

Suficiente hace Javier Sicilia con encabezar su admirable movimiento como para pedirle que además se vuelva economista. Pero admitirá que el discurso de la igualdad no puede limitarse a un mero rechazo del mercado. Se necesitan ideas nuevas.

Sicilia dice coincidir conmigo cuando opongo “la humildad de la democracia” a “los redentorismos, que conducen a los Estados totalitarios”. “El camino de la democracia –dice con todas sus letras– no es el de los redentores.” No obstante, me reclama un “deslumbramiento” y una “obnubilación” con la democracia, y me pide repensarla. Recojo su invitación. Creo, en efecto, que la democracia representativa (que es su blanco de ataque) tiene grandes limitaciones. Basta pensar en la democracia mexicana, desvirtuada por representantes que solo se representan a sí mismos, partidos que son franquicias prostituidas (como el Verde), manipulaciones mediáticas de la información, burocracias inmensas y costosas que se reproducen para su propio beneficio, acosos del crimen organizado, etcétera. Y el problema es global.  En todo el mundo occidental el ciudadano es presa de poderes fácticos, intereses económicos o fuerzas ilícitas que meten la mano en el proceso electoral y la vida política.

Todo eso es verdad y hay que combatirlo, pero solo cabe hacerlo dentro del orden democrático. Es difícil pensar en un sustituto a la democracia representativa. La democracia sigue siendo, como dijo Churchill, “la peor forma de gobierno, si exceptuamos a todas las otras formas que se han ensayado de tiempo en tiempo” (discurso en la House of Commons, 11 de noviembre de 1947). Lo que cabe es renovarla y repensarla constantemente (por ejemplo en sus formas de representación y recusación, sus sistemas jurídicos), así como vigilar y acotar a sus actores mediante la crítica pública y la participación ciudadana. Y eso es, justamente, lo que busca el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Por eso encarna, según su fundador, “la democracia en su sentido real”: que no es el voto ni las elecciones libres –aunque la apoyen–, no es una cuestión de administraciones institucionales ni de arreglos entre ellas y sus consejos especializados llamados partidos, cámaras y secretarías, mucho menos el libre mercado o el asalto al poder de los redentores; no es, en suma, un sistema, sino [...] una experiencia que repentinamente aparece, en medio del invierno que produce el Estado [...] y las fracturas de la historia, como una breve primavera.

Esa experiencia auroral –sostiene Sicilia– ocurrió en el Movimiento Estudiantil del 68, reapareció en las comunidades zapatistas, ocurre hoy en la Primavera Árabe y entre los Occupy, y en las marchas y caravanas del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. No creo que esos movimientos representen –como él sostiene– la “verdadera democracia” pero valoro su contribución a la democracia sin adjetivos. El 68 fue el primer llamado a la libertad política en el momento extremo de autoritarismo priista; el zapatismo de Chiapas (aun sin proponérselo) catalizó la transición política y frustró un inadmisible proyecto transexenal. El movimiento de Sicilia, si se consolida en su “no poder”, puede contribuir aún más a la batalla nacional contra el crimen organizado, la corrupción política y la impunidad jurídica en México.

En términos religiosos, Javier habla de aquellos movimientos como un “milagro” que le recuerda la comunidad de los primeros cristianos. En su caso particular, estoy de acuerdo. El mensaje de consuelo, esperanza y fraternidad que el Movimiento por la Paz lleva por el país es un capítulo de la mejor y más profunda tradición cristiana (la que trajeron los franciscanos). Sicilia ha dicho que el suyo no es un rechazo anarquista y utópico de todo poder político. Por el contrario, es la presencia de seres que en su libertad obligan al poder a autolimitarse para que podamos reunirnos libremente, si no en el amor, al menos en la confianza que está en el corazón de los seres humanos.

Yo creo que su mensaje es anarquista y utópico, y está muy bien que lo sea. Pero el anarquismo es imposible en la vida política (“No lo merecemos”, decía Borges). Su vigencia es moral. Por eso prefiero esa variante suave del anarquismo que es el liberalismo. Más que una ideología es una actitud: una disposición a razonar y argumentar, no a imponer; a demostrar y fundamentar, no a vociferar. El liberalismo, en su esencia, no tiene que ver con la voluntad de poder sino con la voluntad de saber. El liberalismo no tiene fe en la fe sino en la verdad objetiva. Por todo ello, como acuerdo de vida en común, el marco natural del liberalismo no es el amor, que –como sostiene Sicilia– es “inadministrable”. Su marco natural es la tolerancia, que consiste en el respeto radical a la persona humana, a la humanidad del otro, a lo que el otro es y a lo que el otro piensa. 












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